lunes, 28 de octubre de 2013

INTERTEXTO, PALIMPSESTO, TRANSTEXTO, HIPERTEXTO



Intertextualidad, en literatura, es un vocablo emparentado con palimpsesto para identificar el proceso en que una obra literaria remite a otra(s). Pero el término no sólo se circunscribe a los meros estudios literarios, sino también a la semiótica, que cobija bajo su sombrilla del saber ramificaciones como la lingüística (Ferdinand de Saussure), la antropología (Claude Levi-Strauss) y hasta el mismo psicoanálisis (Jacques Lacan).

El intertexto, según lo define Helena Beristaín, es el conjunto de las unidades en que se manifiesta el fenómeno de la transtextualidad, “trascendencia textual del texto”, dado en la relación entre el texto analizado y otros textos leídos o escuchados, que se evocan consciente o inconscientemente o que se citan, ya sea parcial o totalmente, ya sea literalmente, ya sea renovados y metamorfoseados creativamente por el autor”.

Según Mijaíl Bajtín, la intertextualidad (a la que el crítico literario ruso no asigna nombre) “rige la orientación del enunciado literario mismo, orientado hacia la interacción histórica entre el sujeto de la enunciación y todos los posibles puntos de referencia y destinatarios, a lo largo y ancho de la dimensión temporal y espacial del contexto”.


Por su parte, el crítico francés Gérard Genette define intertextualidad cómo “todo lo que está en relación manifiesta o secreta con otros textos”. La intertextualidad siempre es connotativa, la connotación al ser transferida de un texto al otro se transforma, adquiere nuevos significados.

Los postmodernistas de finales del siglo XX, célebres por su oposición al racionalismo y a la ortodoxia, ponen en tela de juicio todos los valores proclamados por la llamada modernidad, sobreponiendo lo híbrido a lo puro, lo periférico a lo hegemónico, y destacando la autenticidad del palimpsesto. Lo puro es una falacia, proponen. ¿Y no es esto cierto? Trate de buscar, en rápido ejercicio mental, algo realmente puro en este universo. ¿Difícil? ¿Labor titánica? ¿Algún hallazgo?

La originalidad creativa de un texto no es afectada por la existencia de intertextos en el mismo, es decir, el carácter creativo de un autor no se define por los recursos que emplea en la creación de su obra, sino por el sello distintivo, o la nueva vida que le imparte a dicha obra.

Las “unidades”, tomándole prestado el vocablo a Beristaín, que palpitan en cualquier discurso con plena autonomía son cosas raras en todo proceso creativo, al menos, aquellas en que el enunciante ignora la presencia de referentes. Cada texto, cada discurso, es una voz revisitada por el escritor, que aunque parte de un epígono, se metamorfosea en lo disímil, cobrando su propia connotación y proyectando múltiples significados.

En “El Aleph”, por ejemplo, Jorge Luis Borges expresa: “Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten”.


Siempre habrá influencias ajenas, inconscientes o deliberadas, como herramientas de ese taller de ideas en que opera un artífice. Entonces, caben las interrogantes, ¿qué es realmente lo original?, ¿en qué estriba la originalidad?, ¿hasta qué punto somos palimpsestos de un panorama ya diseñado?

Los aportes de las ciencias del lenguaje, como la filosofía, la lingüística y la semiótica, con la herramienta de la intertextualidad y de los palimpsestos, nos ayudan a deconstruir y desmitificar las relaciones y distintas estrategias del funcionamiento de lo autoral, a lo largo de algunos de los paradigmas más significativos de la historia de la creación artística, donde los préstamos están a la orden del día: no pueden estar ausentes.

sábado, 26 de octubre de 2013

EL TIGRE ESTÁ EN LOS LIBROS


Nuria Amat

http://prodavinci.com/2013/10/22/artes/el-tigre-esta-en-los-libros-visiones-sobre-la-llamada-literaria-por-nuria-amat/

La literatura está hecha para el amor, dice Borges. Así lo he querido creer siempre. He pasado mi vida leyendo y escribiendo libros, fabulando sobre ellos y especulando a propósito de la muerte y resurrección de un objeto querido y, en ocasiones, también ridiculizado o quemado. He llegado a convertir a libros y a sus autores en personajes de novela. Amo los libros. Pero amo todavía más la misteriosa luz que desprenden las palabras escritas en sus páginas. Un nacimiento continuo de voces y mundos nuevos que sus autores crean movidos por un destino claro, entusiasta y honesto: Que la vida tiene sentido mientras la palabra escrita permanezca.

A este oficio de ensartar palabras decidí consagrar mi vida. El libro fue el tigre borgiano de mi leyenda personal cuando aun no había aprendido a leer sus páginas. Si bien las leía a mi modo. Inventando señales a partir de las líneas negras y dudosas que su piel amarillenta reflejaba. Escribir y leer ha sido un feliz subterfugio para poder hablar con mis queridos ausentes y sigue siendo pasaporte de llegada y salida de afectos perdurables. Algunos de mis libros (novelas incluidas) llevan los siguientes títulos: El ladrón de libros, El libro mundo, Todos somos Kafka, Letra Herida, El lenguaje del silencio y Escribir y callar. Cuando apareció el primero, en 1988, nadie, salvo alguna excepción lectora, fue capaz de entender que hubiera escrito un libro sobre fanatismos librescos a los que me atrevía añadir ciertos elementos de la vida íntima. Estuve a punto, sin embargo, de conseguir un posible lector devoto. En una pequeña librería de mi barrio robaron un ejemplar de El ladrón de libros frente a los ojos del kiosquero que al advertirlo salió corriendo a detener al pobre ladrón convencido éste de que se estaba llevando un manual de robo en librerías. En el medio universitario en el que era profesora de Documentación y Nuevas Tecnologías ninguno de mis colegas bibliotecarios se dio nunca por aludido de la existencia de este objeto rectangular con foto incluida y firmado por alguien perteneciente al claustro. Mi libro, además de extraño, parecía haber adquirido el atributo de la invisibilidad. Cosa, por otro lado, nada sorprendente. Una alumna se atrevió a preguntarme si yo era la autora del libro invisible y de ser así, se interesó por saber si lo que contaba en el libro reflejaba mi vida verdadera. Ella opinaba que sí. Se trataba de un libro sobre bibliómanos asesinos. Y yo no estaba tan segura como para rebatirle lo contrario.

Cuando el gran Borges, muerto de ostracismo y desánimo, trabajó unos años en la biblioteca municipal Miguel Canet de Buenos Aires (que por supuesto, he visitado) otro empleado y colega suyo, al descubrir en una enciclopedia el nombre del bibliotecario que tenía al lado se sintió obligado a realizar esta obra caritativa con su colega: “Fíjese, Borges, hay otro tipo que lleva su nombre y es escritor”. Esta anécdota ocurrida al maestro Borges, bibliotecario, me confortó durante aquellos años también difíciles para mi.

Pueden creerme cuando digo que escribir estas novelas calificadas de raras en la época, no obedecía a ningún propósito pensado de antemano fuera de la exploración de mi propio compromiso creativo. Cada libro mío ha surgido como efecto de una llamada involuntaria. Llámese musa, eureka o iluminación llegada no solo por la suerte de ser tocada por el encantamiento mágico, sino también por una necesidad emotiva personal y un deseo intelectual propiciatorios. No era para nada consciente, entonces, de que una parte de mi obra podía ser clasificada con la etiqueta de meta literatura. Claro que entre mis autores preferidos del momento estaban Barthes, Calvino, Canetti, Woolf, Blanchot y sus profecías respectivas sobre la muerte del autor, el fin del libro y el placer sagrado para algunos de poder resucitar un texto. Si escribía historias reales o imaginarias de escritores, era seguro para sentirme acompañada y en perfecta concordia con las letras. El camino de mi escritura, siempre tan solitario, seguía el camino de mis lecturas y afectos literarios. Reclamaba con ser comprendida por mis maestros, guiada por ellos, al tiempo que también buscaba con apremio poner mi grano de arena para evitar que fueran enterrados en el magma de lo ya se presentía como la invasión de una nueva literatura, más comercial y expeditiva que propiamente literaria. Debía sentir, además, alguna necesidad esencial de inmortalizar las voces de los grandes con la mía propia, protegerme en ellas, o mejor, trascenderlas a la manera del antiguo escriba que garabateaba a todas horas las palabras dictadas por una invención llamada biblioteca.

Uno de mis autores favoritos fue Borges. Borges y su maravilloso descubrimiento del tigre. El tigre fue siempre una obsesión para Borges. La luz que guiará su vocación de escritor. Viene a significar el símbolo más hermoso de su biografía literaria debido a que el tigre encarnará la literatura que ama y, en consecuencia, la literatura que fundará a partir del impacto de ese encuentro de la infancia. Desde aquel día en el zoológico de Palermo, paseando de niño con su hermana Norah, el tigre será para Borges la luz que guiará su vocación de escritor. El símbolo más hermoso de su biografía literaria, el más real, de carne y hueso, pues a diferencia de bibliotecas, péndulos, jardines imaginarios, etc, el tigre de Borges está vivo y está muerto. “Al tigre de los símbolos”, de la literatura, Borges quiere oponer el tigre de verdad, el de caliente sangre pero sufre por ello porque solo el hecho de nombrarlo (o sea: escribirlo) se vuelve ficción y debe seguir buscando el real. Es decir: debe seguir escribiendo.

Recuerden algunos versos del poema: El otro tigre.

“Pienso en un tigre. La penumbra exalta
La vasta Biblioteca laboriosa
Y parece alejar los anaqueles;…..
Desde esta casa de un remoto puerto
De América del Sur, te sigo y sueño,
Oh tigre de los márgenes del Ganges.
Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
Que el tigre vocativo de mi verso
Es un tigre de símbolos y sombras,
Una serie de tropos literarios
Y de memorias de la Enciclopedia…”
“Después”, (nos advierte) “vendrán otros tigres”.

Basta con recurrir a su obra para darnos cuenta donde se encuentran precisamente estos tigres y hasta que punto el tigre será la metáfora más personal, por no decir afectiva, del mundo literario del escritor.
Veamos cómo Borges titula el poema: El otro tigre. Detalle inevitable que lleva a pensar en el famoso relato El otro Borges. El Borges que escribe los libros, el inmortal, al que le ocurren las cosas mientras que el primer Borges, lector, bibliotecario y mortal, se deja vivir para que el otro Borges pueda tramar su literatura.
¿El otro tigre es en realidad el otro Borges? Mucho me temo que sí. ¿Cuál de los dos escribe este poema? ¿Cuál de los dos tigres?

Me gusta pensar que los tigres de Borges son las voces literarias raptadas por el deseo de la palabra y que de forma ineludible, como Hamlet en su monólogo, se interrogan el seguir existiendo o no de la literatura que bien tiende a desaparecer como los tigres de la ficción borgeana.

El tigre de Borges, en verdad, la llamada de Borges a su vocación de escritor.
Y también como el autor argentino, los escritores saben (o sabían, porque hoy las cosas han cambiado) que literatura y vida son inseparables al punto que dedican parte de su obra a explicar su ser o no ser en la literatura.

¿Qué es, entonces, la literatura? Para los grandes maestros, literatura es aliento de vida. Una especie de camino de perfección. Lo primero y lo sagrado de cualquier cosa. Para los nuevos escritores la respuesta parece ser distinta. El antiguo camino espiritual se ha desvirtuado bastante y priman en el oficio otras razones más materiales y difusas. Vamos a revisarlo a partir de los testimonios de dos autores de excepción como son Franz Kafka y Jean Paul Sartre.

Kafka, en sus cartas a su prometida Felice, le dirá una y otra vez, hasta que su enamorada lo entienda, que escribir es un obstáculo para la felicidad común. En realidad, le está confesando que su vocación de entrega absoluta a la devoción literaria no le permite atarse a un matrimonio y a los deberes compartidos que ello conlleva. Escribir es un trabajo de ermitaño. ¿Por qué escribe, entonces? Kafka responde a la pregunta en forma de alegato: “Toda mi forma de vida está centrada en la vocación literaria”. Y sigue; “Mi felicidad, mi habilidad y cualquier otra posibilidad de ser útil de alguna forma se encuentra desde siempre en lo literario. No se trata de una tendencia a escribir, queridísima Felice, no una tendencia, sino yo mismo”.

No se puede ser más claro y preciso, ante una futura esposa que, lejos de deprimirse, saldrá corriendo del peligro.

Con su amante Milena, Kafka será más explícito. Le hablará de igual a igual cuando le dice: “Y de continuo busco comunicar algo no comunicable, explicar algo inexplicable, hablar de algo que llevo en los huesos y que solo puede ser vivido en estos huesos”.

Años después, en 1948, Jean Paul Sartre dedicará un libro entero, aparte de coloquios y entrevistas posteriores, a responder a la famosa pregunta sobre el significado de la literatura si bien el autor de la pequeña joya titulada Las Palabras, se apartará de la idea romántica que implica la respuesta con un sencilla aunque trascendente variante: ¿Para qué sirve la literatura? Bajo este título voluntariamente interesado Sartre expondrá sus teorías sin duda revolucionarias para la época..

Situémonos en el momento histórico. Acaba de terminar la Segunda Guerra mundial, el nazismo está presente y Europa sufre una crisis política y social en todos los sentidos. Una crisis que impulsa a los mejores a cuestionarse, por lo menos, sobre el papel del arte y el interés o no de continuar propiciando la existencia de un artista vocacional, pobre como una rata, para el que la inspiración y la obra son los únicos valores que han de prevalecer en su oficio.

Sartre considera anticuadas las inquietudes del literato tradicional a propósito de su arte que, advierte, seguirá enfermizo si no invoca la manera en la que el escritor y su libertad se relacionan con el propio arte literario. Aquí introduce el término libertad, como sabemos, tan preciado y al mismo tiempo manipulado. Pero añade otro concepto esencial. El tema del compromiso y la necesidad de otorgar con ello una dignidad a nuestra literatura.

Dicho en otras palabras:

El escritor deja de ser el Yo particular para convertirse en el Yo social y comprometido.
¿Qué más sucede con el Sartre revoltoso? En una conversación del filósofo con otro escritor de talla como Jorge Semprún, y publicada en Ruedo Ibérico en 1965, lo explica sin reservas.

“Siempre he pensado que si la literatura no lo era todo, no era nada. Y cuando digo todo, entiendo que la literatura debía darnos no solo una representación total del mundo –como pienso que Kafka la ha dado a su mundo- sino también que debía ser un estímulo de la acción, al menos por sus aspectos críticos”.

Sabemos hoy (y Sartre lo admitió después) que, salvo excepciones contadas, la literatura no puede estar condicionada a ningún otro compromiso que el propio del creador de la obra. Llámese compromiso histórico, político o productivo. Por cierto, este último proviene de un mercado editorial con el que Sartre, entonces, no contaba.
Pero, por suerte para los amantes de la literatura, las tesis de Sartre están llenas de contradicciones. El escritor se comprometió muchas veces en su vida. tantas como las ocasiones en que rompió sus compromisos.

Mencionaré una de sus rectificaciones de la cita anterior:

“Los peores artistas son los más comprometidos: ahí tiene a los pintores soviéticos”.

Y ya cansado de tener que pasar la vida defendiéndose de sus alborotadoras tesis sobre el compromiso ético del escritor, Sartre vuelve a desdecirse y a escribir:

“Y como los críticos me condenan en nombre de la literatura, sin decir jamás qué entienden por eso, la mejor respuesta que cabe darles es examinar el arte de escribir, sin prejuicios. ¿Qué es escribir? ¿Por qué se escribe? Para quien se escribe?. En realidad, insiste Sartre, parece que nadie ha formulado nunca estas preguntas”.
Voy a tratar de responder ni que solo sea a una de las tres incógnitas sugerida irónicamente por Sartre, ¿Por qué se escribe?

Hasta hace pocos años la escritura literaria obedecía a una necesidad existencial, un oficio de vivir, una manera de ver la vida, una conmoción mental, un sentirse transportado a ello, una iluminación, en suma: una vocación con todas las obligaciones que esta inspiración implica.

Grandes escritores han llegado a dar la vida por la literatura, como si tuvieran que pagar con su muerte el precio de haber sido víctimas y verdugos de la palabra. Pocos del oficio se acuerdan de la entrega absoluta del autor a una tarea solitaria en exceso, de los fracasos que el aspiración conlleva, de sus deseos siempre insatisfechos, de su angustia y, sobre todo, de su exasperada sensibilidad.

Hablar hoy de suicido por vocación literaria es una excentricidad. Hablar de estilo es enterrarse en vida. Y, sin embargo, motivos parecidos a los de Kafka son los que han inspirado a los autores universales. ¿Quién se acuerda de ellos? No han tiempo para enredos mentales teniendo en cuenta que los valores culturales reposan en los cementerios.

Todo apunta a que el escritor ha abandonado el deseo de crear una obra de arte y el deseo, consecuente, de trascender con la palabra. El placer de la obra misma, al margen de un posible éxito o del poco probable enriquecimiento económico, son despojos de otras épocas. Además, ahora, el triunfo debe de ser inmediato. Y la promoción y exigencia de ventas de libros priman sobre cualquier otra actividad literaria.

Da la impresión de que el duende, musa o voz visionaria que transporta al autor a textos inmortales se ha fundido en el rincón más oscuro del cuarto de trabajo, junto a los libros inservibles. El placer del texto, acuñado por Roland Barthes: goce y deseo de escritura dentro de un todo en un juego de seducción de la palabra escrita en el que implica al yo del lector que escribe con el tu del lector que lee, ha quedado como marca anacrónica de cierta clase de lectores obsoletos sobre todo porque este deseo del placer del texto obliga a un diálogo cultural del autor con los autores que le precedieron. Obliga a un trabajo de lectura profunda. Así era antes: cuando se leía más que se escribía. Ahora da la impresión de que se escribe más de lo que se lee. Porque lo que se sobrepone a todo proyecto de libro es el argumento de la novela por encima del tono o estilo narrativo. Como si las palabras fueran trampolines de salto para prosperar en la sorda embestida final en lugar de ser peones mágicos de un tablero de ajedrez infinito, nunca igual y siempre repetido.

Cuando el filosofo Walter Benjamin, refiriéndose a Kafka, escribió: “Franz es un santo”, aludía a la vocación sagrada con la que algunos aun distinguimos la literatura de la clase A de la literatura la clase B. Hoy dirían: “Franz es un chiflado”.

Ahora que todos somos escritores, lo importante será averiguar si de verdad el autor ha sabido conformar en su obra a su particular mirada.

LEER PARA VIVIR


Ana Teresa Torres
http://prodavinci.com/2013/10/23/artes/leer-para-vivir-por-ana-teresa-torres/

No podía ser más exacto el lema con el que se titula esta decimocuarta Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo: “El libro, ventana al mundo”. ¿Qué es la lectura sino la entrada a las ideas, el saber, la variedad, la composición, los colores del mundo? Quizá les parezca exagerado lo que voy a decir pero toda la vida está en los libros, en las palabras que los componen. No podemos vivir sin ellas, sin el lenguaje que nos denomina, nos identifica, nos permite las transacciones humanas; nos recoge en la historia, nos proyecta al futuro; nos da cuenta del presente. ¿Se imaginan un mundo sin palabras? Sería el universo desolado. Las personas somos en las palabras, nos constituimos en ellas, vivimos gracias a ellas. Desde tiempos milenarios los seres humanos comprendieron la necesidad de fijarlas, de establecerlas, de guardarlas, para luego, en fin, leerlas. Desde dos mil años antes de la era cristiana ya hubo unos escribanos que grabaron en arcilla los símbolos matemáticos. De las tabletas de arcilla a la tableta del Ipad. En el fondo es el mismo recorrido, la misma necesidad de establecer un espacio, físico o virtual, de papel o electrónico, donde podamos leer los signos de nuestra cultura. ¿Se imaginan un mundo sin signos? Sería el universo de la ignorancia. Nada sabríamos, nada podríamos conocer. El mundo estaría vacío delante de nosotros.

Una cierta manera de pensar ha impuesto la noción de que la lectura es un lujo, o por lo menos una actividad de ocio, que no sirve sino para llenar el tiempo inútil. Algo superfluo, en fin, que no representa lo más importante. Qué lastima, pienso, qué lastima que haya quienes transmiten esa equivocación. No les hagamos caso. No saben de lo que se pierden. Y qué suerte que haya, por el contrario, gente que organiza fiestas como esta feria para celebrar los libros; imprentas para producirlos; bibliotecas para conservarlos, librerías para comerciarlos, y hasta escritores para escribirlos. Somos más, no tengan ninguna duda, los que estamos convencidos de que la lectura es esencial para la vida. Y es que cuando pienso en leer no me refiero solamente a la literatura –después lo haré, por supuesto– sino al milagro que es el invento de la escritura: la posibilidad de que unos signos, que pueden ser arbitrarios, y diferentes según las lenguas y las culturas, contengan eso que llamamos el mundo: lo que existe, pero también lo que imaginamos que existe. No es solamente que los libros contengan información acerca de la realidad, es que al transmitir esa información, al producirse el fenómeno de que una persona aprende esa realidad mediante la lectura, todo su mundo interior, toda su vida se expande. Y eso puede ocurrir con un libro de química, o de astronomía, o de historia, o de poemas. El libro es probablemente un invento perfecto. Fíjense que los libros electrónicos tratan de parecerse a los de papel, de fabricar la ilusión de que seguimos pasando las páginas. Leer, nos dice la tecnología, atraviesa los siglos, encuentra nuevos formatos, pero se mantiene incólume en sus propósitos.
Les quiero contar una anécdota que viví hace aproximadamente un año, precisamente en una feria de libros en Caracas. Fue una conversación breve que sostuve con una persona que se me acercó después que terminé de firmar algunos ejemplares. Era una mujer de unos cuarenta años y en la conversación me di cuenta de que era alguien que valoraba mucho los libros y que con mucho esfuerzo había alcanzado un título de educación superior. Me contó también que su vida no había sido como la de las otras muchachas del barrio en el que nació. Yo no pude desaprovechar esta oportunidad y le pregunté cuál era la razón para que su vida fuera distinta. Leer, me dijo, los libros que pude leer. Como al mismo tiempo estaba relatando algunas señales de esa infancia era fácil comprender que su origen había sido de mucha pobreza, y la pregunta consiguiente era saber cómo había logrado acceder a los libros, quién se los daba. Resultó que un vecino trabajaba en una biblioteca y a veces se llevaba libros a su casa, y se los prestaba. Los libros me cambiaron la vida, dijo. Esto era precisamente lo que yo estaba buscando, que alguien me confirmara lo que siempre he pensado: que un libro puede cambiar una vida. Pero ahora tenía que saber cómo se había producido ese cambio, y le pregunte qué libros recordaba haber leído. Mencionó varios, entre los cuales me llamó la atención Las aventuras de Tom Sawyer, porque forma parte de mis propias lecturas de infancia. ¿Y qué era lo que había encontrado en aquel libro de aventuras que probablemente ya no le interesa a los niños contemporáneos? Que la vida podía ser de muchas maneras, me respondió. No creo que haya mejor respuesta.
La literatura es la ventana que abre al mundo. Ninguno de los oficios que he ejercido o podido ejercer me hubiera brindado esa diversidad. Esa es una lección que yo también aprendí en la infancia cuando me hice lectora y quise vivir en las novelas. Con seguridad Mark Twain, cuando escribió las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn en el Mississippi, allá por 1870, no pudo suponer que una niña venezolana, en un barrio pobre de Caracas, ciudad de la que probablemente nunca había escuchado nada, un siglo después leyó sus libros prestados por un empleado de una biblioteca pública, y eso cambió su existencia para siempre. Ese es el milagro de los libros: que ni el autor ni el lector saben los efectos que la lectura puede desencadenar cuando se encuentran el libro y el lector. Lo único que sabemos es que los que tenemos algo que ver con este asunto debemos poner todo nuestro esfuerzo en producir ese encuentro, y dejar abierta la ventana para que quien quiera pueda asomarse. Los lectores se van formando en el camino, y van encontrando los libros que los hacen felices.

Y eso me lleva a una pregunta. ¿Cuáles libros? Aquí nos topamos con otra opinión también muy presente y muy equivocada. La de aquellos que establecen categorías morales para juzgar los libros. La de los que piensan que hay libros que sustentan posiciones políticas inadecuadas, o de temas vedados, como la autoayuda, o de literatura para niños que no transmiten valores, y así sucesivamente. Es decir, los censores de lectura. En esto propongo la democracia en la república de los libros. Libros para todos los gustos y necesidades; libros para todos los niveles de conocimiento y formación; y ojalá también, libros para todos los bolsillos. Las bibliotecas públicas siguen siendo el reservorio para tantos que no pueden disponer de dinero para la adquisición de libros. Y a esto se suma que una gran cantidad de autores cuyos derechos se han extinguido por razón del tiempo, pueden encontrarse libremente en los mundos de Internet.

Los libros no son solamente un entretenimiento para aquellos que se dedican a leer y escribir, que evidentemente son una minoría en todas partes del mundo. Los libros son para la vida, para ayudar a mejorarla, a cambiarla, a que la vida de las personas comunes pueda expandirse. Y para ese propósito todos los libros sirven.
Abrimos hoy, y he tenido el honor de llevar el pregón de esta feria, esta nueva edición de la FILUC, que persevera en el tiempo gracias al empeño de sus organizadores y expositores, pero sobre todo de los visitantes, de los cientos de miles de ciudadanos que se acercan a esta fiesta, en la que seguro hay algo para su disfrute. Solamente el hecho de visitarla, de pasear por sus estantes, de mirar los libros que se ofrecen es ya un valor agregado para la vida de todos.

viernes, 11 de octubre de 2013

ALICE ANN MUNRO, PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2013



Alice Munro was born on the 10th of July, 1931 in Wingham, which is in the Canadian
province of Ontario. Her mother was a teacher, and her father was a fox farmer. After
finishing high school, she began studying journalism and English at the University of Western Ontario, but broke off her studies when she got married in 1951. Together with her husband, she settled in Victoria, British Columbia, where the couple opened a bookstore.

Munro started writing stories in her teens, but published her first book-length work in 1968, the story collection Dance of the Happy Shades, which received considerable attention in Canada. She had begun publishing in various magazines from the beginning of the 1950's. In 1971 she published a collection of stories entitled Lives of Girls and Women, which critics have described as a Bildungsroman.

Munro is primarily known for her short stories and has published many collections over the years. Her works include Who Do You Think You Are? (1978), The Moons of Jupiter (1982), Runaway (2004), The View from Castle Rock (2006) and Too Much Happiness (2009). The collection Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage (2001) became the basis of the film Away from Her from 2006, directed by Sarah Polley. Her most recent collection is <>Dear Life (2012).

Munro is acclaimed for her finely tuned storytelling, which is characterized by clarity and psychological realism. Some critics consider her a Canadian Chekhov. Her stories are often set in small town environments, where the struggle for a socially acceptable existence often results in strained relationships and moral conflicts – problems that stem from generational differences and colliding life ambitions. Her texts often feature depictions of everyday but decisive events, epiphanies of a kind, that illuminate the surrounding story and let existential questions appear in a flash of lightning.

Alice Munro currently resides in Clinton, near her childhood home in southwestern
Ontario.


ENLACES A SUS OBRAS

resource.rockyview.ab.ca/rvlc/ssela301/related_readings/boys_and_girls.pdf

http://es.scribd.com/doc/153927116/Alice-Munro-Las-lunas-de-Jupiter-pdf#download

miércoles, 2 de octubre de 2013

EL SCRIPTORIUM MEDIEVAL: EL TALLER EN EL QUE SE PRODUCÍAN LOS CARTULARIOS

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The Medieval Scriptorium: The Workshop where Cartularies were made.
Le Scriptorium médiéval: L'atelier dans le quel les Cartulaires étaient fabriqué.

El Cartulario es un tipo documental escrito medieval que tuvo su época de apogeo, es decir, de mayor producción y difusión, entre los siglos XI y el XIII. En otras palabras, el cartulario podríamos comprenderlo también como una manifestación de la Civilización del Occidente medieval y, concretamente, de la sociedad del Románico.

Michael Clanchy, uno de los mejores conocedores de la cultura escrita del Occidente medieval, ve al documento escrito, ya sea éste un testamento, un diploma real, un cartulario o un registro como el producto de una tecnología propia del medievo europeo.

Los Cartularios como documentos escritos son, por tanto, el producto de un taller especializado en el arte de la escritura monumental que generalmente se conoce como Escritorio, en lengua española, y Scriptorium en lengua latina.

En sentido literal, el "Scriptorium" es definido como el lugar destinado a la escritura, que comúnmente se refiere al lugar, habitación o cámara que en la Europa medieval se destinaba fundamentalmente en los Monasterios para la copia de manuscritos por los monjes escribas. A partir de diferentes fuentes escritas, registros de cuentas, vestigios arquitectónicos y excavaciones arqueológicas muestran, al contrario de lo que se cree popularmente, que este tipo de habitación singularizada raramente existía: la mayoría de los manuscritos monásticos fueron hechos en huecos, hornacinas o celdas situadas en el claustro, o dentro de las propias celdas de los monjes. Las referencias que aparecen en los modernas investigaciones científicas referidas a los "Scriptoria" normalmente se refieren más a la actividad escrituraria colectiva que se hacía dentro de un monasterio, más que a una habitación o espacio singularizado.

Expondremos seguidamente una visión general sobre lo que a nivel de divulgación se indica que es un escritorio, escriptorio o Scriptorium. Para no confundirlo con una oficina documental de tipo cancilleresca o una oficina mercantil, muy habituales a partir de la Baja Edad Media, usaremos el término "Scriptorium" para referirnos a este taller especializado en la escritura de códices o documentos durante la alta y plena Edad Media fundamentalmente.

Un Scriptorium (pl. Scriptoria) es una habitación destinada a la transcripción de manuscritos.

Antes de la invención de la imprenta de tipografía móvil, un Scriptorium fue habitualmente un apéndice o anexo a la librería o biblioteca de una institución, generalmente eclesiástica. Tras la destrucción efectiva de las bibliotecas de la Antigüedad clásica, especialmente las del mundo romano, después de la promulgación de los decretos del emperador Teodosio en la década comprendida entre entre los años 390 y 400, y tras el colapso general de las instituciones públicas romanas, los "Scriptoria" fueron mantenidos, según los datos que nos han llegado, casi exclusivamente por las instituciones cristianas, desde comienzos del siglo V en adelante.

Las noticias que poseemos de los "Scriptoria" en Grecia y Roma son mucho más abundantes que acerca de los primeros escribas (lat. scriptores) y sobre los propios autores cristianos, sobre su organización y su control, y sobre sus misiones y relevancia social. La publicación de los textos en la Antigüedad clásica por lo común implicaba la copia efectiva de múltiples versiones textuales producidas en los "Scriptoria". En estos talleres, un manuscrito podía ser dictado cuidadosamente a un amplio grupo de escribas que trabajaban simultáneamente. Ésto implicaba o permitía la producción de varios duplicados al mismo tiempo, con la garantía de cierto control sobre la exactitud de la versión o transmisión textual.
En los monasterios, el "Scriptorium" era una habitación o espacio, raramente un edificio independiente, creado de forma diferenciada para los profesionales o especialistas en la copia de los manuscritos dentro de esa institución eclesiástica; un lugar donde la copia de los textos tenía garantizada el abastecimiento de los materiales e instrumentos necesarios en las rutinas del equipo o comunidad de escribas, y servía como trabajo manual conforme a lo que estipulaba la regulación de las reglas monásticas, pero permitiendo la elaboración del producto deseado. Los comentarios más tempranos sobre la Regla benedictina incluyen e insisten en la labor de transcripción como una de las ocupaciones comunes de la comunidad monástica. San Jerónimo vió en los productos del "Scriptorium" una fuente de ingregos para la comunidad monástica.

El papiro fue el soporte escriturario preferido en la Antigüedad, pero llegó a ser un producto muy caro con el tiempo y difícil de conseguir por los mercaderes, por lo que comenzó a ser sustituido por el pergamino. Durante los siglos VII y IX, muchos de los primeros pergaminos manuscritos fuero borrados y raspados para volver a usarlos como soporte escriturario, dando lugar a los "Palimpsestos". Muchos de los trabajos escritos de la Antigüedad con frecuencia se han conservado en la forma de estos palimpsestos. En el siglo XIII el papel comenzó a desplazar al pergamino. Dado que el nuevo soporte comenzó a ser más barato, el pergamino quedó reservado como soporte para los documentos más solemnes y elitistas dotados de una importancia singular.

Hasta que no se inventó la imprenta en el siglo XV, la escritura se realizaba a mano. La mayoría de los libros de las librerías monásticas debieron ser copiados, ilustrados y encuadernados en el mismo lugar en que se producían por los propios monjes o monjas, dentro de éste área singularizada en el complejo monacal o catedralicio, como era el "Scriptorium".

El contenido de las librerías consistía fundamentalmente en Biblias, en las que cada ejemplar a veces estaba constituido por hasta nueve grandes volúmenes debido a sus grandes dimensiones; Misales, Psalterios y otros libros destinados al servicio religioso y al culto. También solían encontrarse los escritos de San Gregorio Magno y otros Padres de la Iglesia, libros sobre Gramática latina y otras compilaciones destinadas a la enseñanza en las escuelas monásticas, episcopales o catedralicias. Estas últimas solían ser recopilaciones copiadas de fragmentos o textos completos de autores de la Roma clásica o Historias. Con el tiempo, las bibliotecas medievales se incrementaron con los trabajos de los juristas cristianos del medievo europeo, sobre Teología, Filosofía, Medicina y Lógica.

Normalmente un "Scriptorium" era una dependencia aneja a la librería; doquiera hubiera una biblioteca que por lo común pudiera asumir la producción del "Scriptorium", es decir, que éste trabajara para abastecer las necesidades de tal biblioteca. Situación esta ideal que no se debió dar dentro de una misma institución durante todos los siglos del Medievo. De hecho, parece que una vez que la librería de la catedral o del monasterio estaba satisfecha cesaba la actividad del escriptorio. Además, a partir del siglo XIII comenzaron a desarrollarse las tiendas especializadas en la venta de libros, dentro del contexto de secularización de la cultura que se manifestó especialmente durante esta centuria. También los escribas profesionales comenzaron a tener sus tiendas o escritorios abiertos al público de las ciudades; aunque normalmente en estos últimos, probablemente no se tratara más que de un simple escritorio o banco próximo a una ventana dentro de su propia casa.

Muchas veces el "Scriptorium" era la dependencia del monasterio que tenía más actividad. Los libros eran constantemente copiados y renovados; muchas cartas y documentos necesitaban ser escritas y archivadas; y los códices manuscritos tenían que ser transcritos e iluminados. En algunos sitios, como en el Norte de Europa, debido al clima más frío y húmedo, estos talleres eran construidos completamente con madera al norte de los claustros, protegidos por los muros de la Iglesia del viento del norte y orientados al mediodía para aprovechar la máxima exposición de la luz del diurna. Cada "Scriptorium" era una unidad independiente, separado y diferenciado de sus vecinos. En otros lugares se disponía de unas buenas instalaciones preparadas 'ex professo' para realizar este trabajo, y que corrientemente eran construidos y acondicionados sin dejar mucho rastro en las fuentes. El fuego estaba prohibido en el "Scriptorium", dado que los códices más valiosos debían ser protegidos de los peligros del fuego y de la cera hirviendo.

Los instrumentos para la escritura eran manufacturados en el propio lugar ("in situ") tan pronto como se necesitaban, incluyendo las tintas, el pergamino y la vitela (lat."vellum"); y el papel no fue usado hasta muy avanzado el período medieval, plumas y estilos de ave, pinceles, raspadores de piel y alisadores.

Preparación de los cuadernos de pergamino

El pergamino era fabricado generalmente a partir de la piel de ovejas o cabras, hasta conseguir una superficie lisa y fina especial para recibir la escritura, mientas que la vitela, obtenida ésta a partir de la piel de terneros recién nacidos, dotada de mayor delgadez y fortaleza en el soporte. El curtido, raspado y limpieza del pergamino y la vitela proporcionaba un soporte secante especialmente adecuado para recibir la tinta en los cuadernos, folios y páginas resultantes.

El color dorado a veces era conseguido mezclando huevo y agua, como otras tinturas en pequeños cuencos; y en los mejores momentos y talleres se conseguía usando láminas o raspaduras de oro. Una vez aplicado el dorado, la superficie del folio debía ser barnizada, a partir de un producto conseguido a partir de la cocción de huesos de animales.

Madrid, 27 Septiembre de 2010.
Autor: Alfonso Sánchez Mairena. Editor de http://cartulariosmedievales.blogspot.com/

martes, 1 de octubre de 2013

LENGUAJES Y ESTRUCTURAS DE LOS NUEVOS MEDIOS



HAMLET EN LA HOLOCUBIERTA, JANET MURRAY

http://es.scribd.com/doc/36062359/Hamlet-en-La-Holocubierta


EL LENGUAJE DE LOS NUEVOS MEDIOS, LEV MANOVICH

http://es.scribd.com/doc/65734446/Lev-Manovich-El-lenguaje-de-los-nuevos-medios-Capitulo-5

ENLACE A MAQROLL, EL GAVIERO, DE ÁLVARO MUTIS

http://es.scribd.com/doc/145332857/Alvaro-Mutis-Maqroll-el-Gaviero-pdf

10 REGLAS PARA ESCRITORES, POR ZADIE SMITH



Zadie Smith (1975) es una de las novelistas inglesas más notables de la última década. Es autora de las novelas White Teeth, The Autograph Man, On Beauty y Changing My Mind: Essays. El periódico The Guardian la eligió en el 2010, junto a otros autores, para escribir sus mejores consejos de escritura, un género literario en sí mismo, que remite a los tiempos de la Epístola de los Pisones de Horacio, sobre las maneras correctas del ejercicio poético.

La didáctica de la escritura deja traslucir no sólo la particular visión del mundo y la literatura a través de estas listas, sino que se inserta en una larga tradición del consejo, de la transmisión (¿iniciación?) de la enseñanza más íntima, la personal, que se vuelve colectiva mediante la lectura: la escritura funciona como la vida, al menos en sus reglas generales.

1. Mientras seas niño, asegúrate de leer un montón de libros. Pasa más tiempo haciendo esto que cualquier otra cosa.

2. Cuando seas adulto, trata de leer tu propio trabajo como lo haría un extraño, o aún mejor, como lo haría un enemigo.

3. No hagas romanticismo de tu “vocación”. Puedes escribir buenas frases o bien no puedes. No hay “estilo de vida del escritor”. Todo lo que importa es lo que dejes en la página.

4. Evita tus debilidades. Pero hazlo sin decirte a ti mismo que las cosas que no puedes hacer no son valiosas en sí mismas porque tú no puedas hacerlas. No disfraces tu inseguridad como menosprecio.

5. Deja un espacio decente de tiempo entre escribir algo y editarlo.

6. Evita las camarillas, las mafias, los grupos. La presencia de una multitud no volverá tu escritura mejor de lo que es.

7. Trabaja en una computadora desconectada de Internet.

8. Protege el tiempo y el espacio en el cual escribes. Mantén a todos lejos de él, incluso a las personas más importantes para ti.

9. No confundas los honores con el logro.

10. Di la verdad a través de cualquier forma que puedas –pero dila. Resígnate a la tristeza vitalicia que deriva de no estar satisfecho nunca.

http://www.culturamas.es/blog/2013/10/01/10-reglas-para-escritores-de-zadie-smith/#.UksPmICOamE.facebook

Fuente: Pijama Surf



miércoles, 11 de septiembre de 2013

ESCRITORES QUE SON Y ESCRITORES QUE SE LO CREEN, POR LUIS BARRERA LINARES


Así como soy reacio a bautizar o «presentar en sociedad» mis propios textos, no soy de esos escritores a quienes les encanta una feria del libro para pavonearse. Acudo apenas cuando el editor lo exige, pero como mis editores son tan escasos y pobretones, casi nunca me lo solicitan. A veces asisto porque hay amigos y colegas a quienes sí les parece esto una actividad loable y me invitan. O a presentar un libro de otro u otra.

Pero, en honor a la verdad, dejando de lado que en las ferias los libros suelen ser más costosos, algunas veces son confundidos con eventos para egoletrados exhibicionistas. Pantalleros se les decía en alguna época. Y, literalmente, mucho más pantalleros son cuando vienen de la tele o de algún otro medio. Vivimos en este tiempo la época de los escritores que llaman «mediáticos». Porque están saliendo de las cavernas televisivas, periodísticas y radiales para ofrecerse al mundo de otra manera. Eso que llaman el marketing (la mercadología) mueve montañas, volcanes y océanos.

Dentro de ese contexto, ocurre que ahora cualquiera se convierte en “novelista” de la noche a la mañana y se hace agregar el rótulo de escritor-a. Hace poco viví la experiencia de una madurita y poco sociable comunicadora venezolana a la que por motivos estrictamente profesionales (no relativos a la literatura) hube de telefonear. La secretaria de la emisora a la que llamé me indicó que la susodicha no podía atenderme por encontrarse «ocupada», en trance, supuse después de escuchar la excusa:
—La novelista está escribiendo un capítulo de su próxima obra y no quiere ser molestada.

«Vaya, vaya, muchas gracias y yo que deseaba ofrecerle un tubazo».

Lo primero es lo que me dijo la chica que me atendió; lo segundo lo pensé yo una vez que colgué el auricular. En efecto, el nombre de la susodicha firma la carátula de una única historia catalogada por el editor como “novela”, aunque más bien tiene la trama y las truculencias propias de una mala telenovela. Ese mismo día recordé el follón armado en la edición de junio de este año 2013 de la Feria del Libro de Madrid.

El chisme, que escuché por la tele, y no porque yo haya estado allí, aludía a unas declaraciones de la escritora española Almudena Grandes. Todos tenemos derecho a escribir —argumentaba esa autora— pero no todos somos necesariamente escritores. Se refería al pantallerismo elevado a la máxima potencia por la cantidad de «artistas» de los medios españoles que presentaron libros en el mencionado evento. Cuando un escritor de oficio bautiza un libro, si tiene suerte lo reseña alguna prensa. Cuando se trata de luminarias «nobélicas» como García Márquez o Vargas Llosa, pues en algo cambia la difusión del hecho. Pero si el presentador o autor proviene de la farándula, pues allí se aparecen todas las cámaras de diversos canales con la finalidad de reseñar el asunto en los noticieros. Los editores saben que la tele vende. Nadie ha ofrecido estadísticas precisas a este respecto, pero es conocido en los medios publicitarios que un par de cuñas de televisión jala más que una yunta de bueyes.

Los escritores auténticos —decía la señora Almudena— son los «guardianes del tesoro». Del tesoro de la lengua, supongo que quiso decir. «Y encima —continuaba la novelista y cuentista— tienen que aguantar que tantos famosos de medio pelo, periodistas, estrellas de la televisión, seudoaristócratas y demás aparezcan en los telediarios exhibiendo esos libros que, dicen ellos, son sus novelas».

Para consuelo de la declarante, no es España el único país donde eso está ocurriendo. Se trata de un fenómeno casi universal motivado por las bajas de las ventas en los libros de literatura. Hoy día, la escritura de creación parece estar demodé. Los plumistas hemos pasado a ser piezas de museo, apenas leídos (y a veces) por gente misma de la literatura, o por estudiantes de letras. Y, claro, por algunos integrantes piadosos de nuestra familia. Hay sus excepciones, naturalmente, pero por mucha autoestima que tengamos, son muy pocos los elegidos que, dedicados en cuerpo y alma a la literatura, todavía logran vivir de eso.

Eso ha hecho que las grandes editoriales comiencen a mirar hacia otros espacios en los cuales encontrar «fuentes de ingresos» que les permitan sobrevivir a expensas del libro. Y, fundamentalmente, del libro impreso en papel. Obviamente, aparte de mantener activos y consentidos a sus autores de «superventas», muchos editores andan virolos con eso de los libros electrónicos, los dispositivos ídem para alojar bibliotecas enteras y la avasallante competencia de la Internet.

Venezuela no ha sido extraña al fenómeno. Aquello que algunos optimistas consideramos hace pocos años un pequeño boom editorial para la narrativa y el ensayo ha comenzado a desvanecerse. Casi podría jurar que hay actualmente originales de sobra y editores de falta. Ha sido así que las editoriales han puesto su mirada en el mismo target autoral al que se refería Almudena Grandes. Basta acercarse a las vitrinas de las pocas librerías venezolanas sobrevivientes para darse cuenta de que el virus de los «libros mediáticos» ha inoculado fuertemente las venas abiertas de nuestra industria editorial. Los títulos hablan por sí solos.

Aparte de la arrolladora cantidad de ejemplares escritos para la oportunidad histórica del momento —algunos de ellos oportunistas ensayos sociopolíticos o económicos—, pululan en los anaqueles cientos de páginas que reproducen entrevistas de programas de la radio y de la tele, o tienen que ver con otros asuntos a veces bastante insustanciales: cómo ser madre amantísima y seguir viviendo como soltera; no me llamen doña ni doñita, díganme mamacita aunque soy gordita; aprender a superar obstáculos siendo cojo, sordo, ciego y mudo (casi como en la canción Shakira); consejos para novias adolescentes y glamorosas; madres con glamour y mucho dinero para vestirse de más real; vivir para vencer y conquistar; lo cuento como lo viví… y un largo etcétera. Y en la mayoría de los casos se trata de volúmenes cuyos autores y autoras son figuras públicas notorias (por lo general comunicadores sociales de cierto éxito) o «artistas» enchufados en los medios. A veces, de esos que ganan fama radial o televisiva echándonos los cuentos sobre sus hijos y señoras de servicio. Pero, ojo, que quede claro, también tenemos periodistas que, paralelamente a su ejercicio profesional, han devenido en magníficos autores literarios. Cómo dudarlo si conocemos a varios y varias. Sólo que esos sí saben distinguir muy bien entre ambos tipos de escritura. Y además escriben como se debe.

Y no es que esté mal que las figuras mediáticas se inmiscuyan en el universo editorial. En efecto, por muy ilustrado letrado que alguien se crea, no es privilegio de nadie la potestad de escribir y publicar. Y mucho menos si por ello se nos adelanta una buena cantidad de dinero. Lo que no parece sensato es engolosinarse con la salida de un primer librito; creer irreflexivamente que la publicación de una historia a veces insustancial te hace escritor. Los he escuchado por la radio y por la tele; los he leído en la prensa. Algunas-os columnistas y moderadores-as de programas tontos no tienen empacho en autoaludirse como «nosotras las escritoras» o «nosotros los novelistas».

No saben esos presuntuosos faranduleros que quienes algo tenemos que ver con la literatura y el mundo editorial conocemos cómo se bate el cobre con esos éxitos de ventas. A veces incluso se trata de libros que ni siquiera han sido realmente escritos por quienes los firman. O de unos «manuscritos» muy mal redactados que han requerido de un trabajo tal de latonería y pintura que terminan no pareciéndose en nada a los originales. Mosca con esto. Buena parte de tales «novelas» o inventarios de consejos han sido mucho más que maquillados por esos otros profesionales a los que en los medios editoriales se conoce como «negros escritores o escritores fantasmas» —desconozco por qué razón se les cataloga así, pero tales lexías no son peyorativas—, aquellos que tienen a su cargo o bien la escritura definitiva de libros dictados como guiones (pautas), o bien encargados para ser firmados por otros o, en otros casos, la refacción de algunas ideas que supuestamente ha pergeñado de su puño y letra algún autor mediático.

En ese terreno hay muchas historias que contar y, precisamente, algunas son como de novela.

Tuíter: @dudamelodica

http://barreralinares.blogspot.com/

jueves, 15 de agosto de 2013

LAS RAZONES DE ORWELL (SOBRE "1984")


Sin duda George Orwell fue un hombre que, con su obra, demostró que reconocía como nadie al ser humano. Más en concreto parecía haber dado con la clave para descifrar a la sociedad del mundo contemporáneo. El escritor inglés tenía, además, cierta fijación con el totalitarismo y demás regímenes políticos que vivió Europa (y el mundo) a mediados del siglo XX.

Esta semana se ha puesto a la venta en su edición inglesa ‘George Orwell: A life in letters‘ (‘George Orwell: una vida en cartas’), una antología editada por Peter Davison que reúne correspondencia de Orwell con amigos e incluso admiradores. Un poco para promocionarla han publicado un extracto de una carta sobre por qué el autor decidió empezar a escribir ‘1984’.

Es una carta en respuesta a un lector que le pregunta sobre el totalitarismo y sobre la posibilidad de que potencias como USA o Inglaterra adopten un sistema de gobierno similar. La verdad es que la carta me ha parecido muy interesante y os voy a ofrecer un extracto:

Debo decir que creo, o temo, que si tomamos el mundo como un todo estas cosas aumentarán. Hitler desaparecerá pronto sin duda, pero solo gracias a fortalecer a (a) Stalin, (b) los millonarios angloamericanos y © todos aquellos aspirantes a fuhrers al estilo de De Gaulle. Todos los movimientos nacionales, incluso aquellos originados en la resistencia a la dominación alemana, adquieren formas no democráticas para agruparse en torno a algún fuhrer superhumano (Hitler, Stalin, Salazar, Franco, Gandhi, De Valera son algunos ejemplos) y adoptan la teoría de que el fin justifica los medios.

El movimiento global parece ir en dirección de economías centralizadas que pueden “funcionar” en un sentido económico pero que no están organizadas democráticamente y tienden a establecer un sistema de castas. Con esto vienen los horrores del nacionalismo nacional y una tendencia a descreer en la existencia de la verdad objetiva porque todos los hechos tienen que encajar en las palabras y profecías de algún fuhrer infalible. De algún modo la historia ha dejado de existir (…) no tenemos una historia de nuestro tiempo que pueda ser universalmente aceptada. (…) Hitler puede decir que los judíos comenzaron la guerra, y si sobrevive se convertirá en la historia oficial. No puede decir que dos y dos son cinco porque para cosas como balística deben ser cuatro. Pero si el tipo de mundo que tanto temo llega, un mundo de dos o tres superestados incapaces de conquistarse mutuamente, dos y dos se convertirán en cinco si el fuhrer lo desea.

(…) debemos recordar que ni Gran Bretaña ni EEUU han sido realmente probados, no han conocido la derrota ni el sufrimiento grave y hay malos síntomas que equilibran los buenos. Para comenzar está la indiferencias sobre la democracia. Nadie en Inglaterra menor de 26 años tiene voto y a la gran mayoría de esa edad no le importa un bledo. Luego está el hecho de que los intelectuales son más totalitarios en perspectiva que la “gente común”. Los intelectuales de Inglaterra se han opuesto a Hitler, pero solo mediante la aceptación de Stalin. La mayoría están preparados para métodos dictatoriales (…) siempre que sientan que está de “nuestro” lado (…).

También preguntas, si creo que la tendencia del mundo es hacia el fascismo, por qué apoyo la guerra. Es una elección de males, como con todas las guerras. Conozco lo suficiente del imperialismo británico como para no gustarme, pero lo apoyaría contra el nazismo o el imperialismo japonés como el mal menor. De manera similar apoyaría a la URSS contra Alemania porque creo que la URSS no puede escapar de su pasado y retiene lo suficiente de las ideas originales de la Revolución para hacerlo un fenómeno más esperanzador que la Alemania Nazi (…) nuestra causa es la mejor, pero debemos continuar haciéndola mejor, lo que implica una crítica constante.

La verdad es que es una carta bastante larga que es reflejo claro de lo que pensaba Orwell y lo que se puede leer en sus obras. No solo en la mencionada ‘1984’ sino en ensayos como ‘The Lion and the Unicorn’ y demás. Personalmente estoy de acuerdo en muchos de los aspectos que comenta la carta y ¿Vosotros qué opináis?

Vía (y texto en inglés) | Daily Beast
En Papel en Blanco | Sesenta años de ‘1984’

http://www.papelenblanco.com/escritores/por-que-george-orwell-escribio-1984

martes, 30 de julio de 2013

CONSEJOS PARA UN JOVEN ESCRITOR, JORGE CARRIÓN



1. Lee los consejos a jóvenes escritores (ya sean cuentistas, novelistas, poetas o cronistas) de Rilke, Chéjov, Quiroga, Vargas Llosa, Kis, Sebald o Salcedo Ramos. Se ha convertido en un auténtico género y no he podido resistirme a su canto de sirena. Lee también libros como El arte de la ficción de David Lodge o Los mecanismos de la ficción de James Wood. Lee, lee mucho. Lee todos los libros que ellos citan para ilustrar sus consejos. Léelo todo, lee aún más. Mejor todavía: lee sistemáticamente, es decir, estudia. Y después imita, copia, roba, modifica, mejora aquello que se pueda mejorar, aprende: de eso se trata. Si lo crees conveniente, busca maestros oficiales u oficiosos. Escribe, borra, tacha, vuelve a escribir: por supuesto. Pero no es de eso de lo que te quiero hablar.

2. La angustia por publicar es tan importante como la de las influencias, pero no por ello hay que saltarse el orden. Primero: las influencias. Después: la publicación. Se trata de lógica elemental: tus influencias ya son públicas, por eso precisamente te han influido, de modo que el día en que tú mismo te hagas público a través de tus textos, si esas influencias son demasiado obvias, si tu copia o tu robo han sido fragantes, si no has modificado lo suficiente, si no te has apropiado de la tradición para reconfigurarla, lo que hayas publicado no tendrá el mínimo interés necesario para que tus lectores sientan que ha merecido la pena leerte y para que otros, ya públicos, apoyen lo que tengas que seguir diciendo.

3. “La papelera es el primer mueble en el estudio del escritor”, dijo Hemingway. De acuerdo: ¿Y cuál es el segundo? El segundo es la cajonera. Da igual que sea de madera o que tenga forma de disco duro, porque a estas alturas la papelera de Hemingway sería la de reciclaje. Esa es la gran lección de Kafka: lo natural es escribir, no publicar. Esa es una de las grandes lecciones de Bolaño, que dejó sin editar la mayor parte de los libros que escribió. Que no te dé miedo abandonar proyectos en cajones o en discos duros, porque en esos espacios las letras están más seguras que en la intemperie de las bibliotecas y las librerías. Allí el libro inédito se encuentra a resguardo, puedes controlarlo, puedes cambiarlo, mejorarlo, dejarlo crecer (o, mejor aún: menguar). Después de comenzar varios, es probable que el primer libro que terminas haya servido sólo para eso, para demostrarte a ti mismo que eres capaz de acabar un libro. Inmediatamente después ya podrás encarar la escritura de tu primer libro de verdad.

4. Lo dice el gran escritor hebreo Yoram Kaniuk en 1948: “El heroísmo no es sólo vencer, sino también fracasar. Un fracaso en la guerra, en el arte o en cualquier otra cosa puede estimular, dar consuelo y ayudarle a uno a superar solo el siguiente fracaso”. En la literatura no existe el éxito. Basta con recordar la consagración en vida de Vicente Blasco Ibáñez o el premio nobel de Miguel Ángel Asturias, por no hablar de los ganados por Rudolf Christoph Eucken, Romain Rolland o Halldór Laxness. Basta con recordar, por cierto, cómo se deciden los Premios Príncipe de Asturias o los propios Nobel de Literatura: nadie del jurado ha leído la obra de todos los candidatos de modo que se imponen los argumentos espurios, las intuiciones, los equilibrios de poder. En literatura no se puede triunfar: repítete eso cada vez que te asalten de nuevo esas ganas terribles que tienes de publicar.

5. Cuando ya seas dueño de una poética incipiente, cuando ya sientas que lo que has escrito suena con una voz más o menos propia (aunque resuenen los ecos, al fondo, de tus maestros), cuando ya hayas entendido que sólo se trata de fracasar mejor que los demás, entonces sí habrá llegado el momento de publicar. Para entonces lo mejor es que ya hayas experimentado con ciertos termómetros: la revista de la facultad, tu perfil de Facebook, un blog, algún premio comarcal. Y que hayas frecuentado suficientemente las librerías como para saber algo esencial: ¿En los catálogos de qué editoriales podría encajar el libro que he escrito? Te lo resumo en un único consejo: explora los terrenos en que la literatura encuentra lectores para encontrar los de la tuya.

6. Enviar una novela de elfos y trolls a Anagrama es una pérdida de tiempo. Como enviar un poemario escrito a través de búsquedas de Google a Tusquets o un libro de relatos experimentales a Planeta. Sólo hojeando y leyendo libros encontrarás afinidades y sólo así descubrirás los posibles caminos que te lleven a la editorial posible. El mundo es ancho y complejo: no se acaba en Anagrama, Tusquets o Planeta. En la carta o el e-mail de presentación (lo bueno, si breve) menciona los autores o los títulos publicados por ellos que te han animado a hacerles llegar tu original. Lo demás cae por su propio peso: resume de qué va el libro, quién eres, por qué les puedes interesar.

7. Lo más probable es que todas tus primeras opciones te contesten con cartas o e-mails de rechazo. O ni eso: ay, cómo pesan esos silencios que se prolongan. No te desanimes. Aprovecha esas temporadas para seguir corrigiendo. O deja reposar el manuscrito. O incluso: olvídalo. Tal vez un día, en una librería o en una página web o en una revista descubras un nuevo sello que se adecúa a las características de tu libro. Quizá un amigo que ha leído tu original lo recomendará en la editorial donde van a publicarle. Es bueno esperar. Es necesario esperar. El rechazo es parte intrínseca del fracaso necesario y positivo. No hay que publicar todo lo que uno escribe. Las dificultades para encontrar editor estimulan la exigencia, te hacen mejor escritor. No obstante: existe la posibilidad de la autoedición. Es una posibilidad seria, que debes evaluar. Ahora mismo el escaso prestigio de la literatura está todavía en el papel, pero es casi seguro que eso, como todo, cambiará. Pero si apuestas por la red, te aconsejo que lo hagas sin despecho, convencido de la fuerza de tu texto y de la forma en que lo haces público, poniendo toda la carne en el asador. Como un pionero. De otro modo, no creo que merezca la pena, si te soy sincero.

8. Por último está el tema de la recepción: todos dependemos de nuestros lectores. Tienes que saber que el mundo literario no existe. El mundo literario se parece a los Reyes Magos: son los padres. Por tanto, existen miles de mundos literarios. O, si nos ponernos técnicos: de campos culturales. Cada uno funciona con sus propias reglas y, sobre todo, no son estancos, sino mutantes. Cambia, todo cambia: los directores y los criterios de las editoriales, los sellos de prestigio, los premios que supuestamente hay que ganar, las tecnologías que nos hacen visibles, las ciudades que son más dinámicas, los estilos y los temas. Uno no escribe para un público determinado, porque eso sólo puede significar más fracaso dentro del fracaso (del negativo). Uno no escribe para una editorial o un editor o un crítico o unos seguidores o una revista determinados, por lo mismo. Uno escribe a solas y a ciegas. Pero es cierto que después de la escritura sí que es necesaria una cierta aceptación, una cierta comunidad de lectores cómplices. Yo soy de los que piensa que un escritor debe educar, seducir, crear a sus lectores. Pero es muy probable que esté equivocado.

9. Recuerda lo que dijo W.G. Sebald: “No escuchéis a nadie, ni siquiera a nosotros: es fatal”. Así que olvida todo lo que acabo de decirte. “Leed libros que no tengan nada que ver con la literatura”, dijo también el autor de Austerlitz, de modo que mejor lee consejos a un joven científico o a un joven cineasta o sobre arquitectura o sobre historia de la religión. Te serán mucho más útiles que estas líneas, porque la literatura siempre está donde menos te la esperas y un escritor debe aspirar a una mirada lateral, al perpetuo fuera de contexto.

10. Cambia, todo cambia, dice la canción, pero no cambia mi amor. Llámale pasión o vocación o empeño u obsesión: eso es lo que finalmente importa.

viernes, 26 de julio de 2013

CLASES MAGISTRALES DE JULIO CORTÁZAR: EL CUENTO, LA NOVELA, LA HISTORIA, LA VIDA PERSONAL


Los caminos de un escritor


Quisiera que quede bien claro que, aunque propongo primero los cuentos y en segundo lugar las novelas, esto no significa para mí una discriminación o un juicio de valor: soy autor y lector de cuentos y novelas con la misma dedicación y el mismo entusiasmo. Ustedes saben que son cosas muy diferentes, que trataremos de precisar mejor en algunos aspectos, pero el hecho de que haya propuesto que nos ocupemos primero de los cuentos es porque como tema son de un acceso más fácil; se dejan atrapar mejor, rodear mejor que una novela por razones obvias sobre las cuales no vale la pena que insista.

Tienen que saber que estos cursos los estoy improvisando muy poco antes de que ustedes vengan aquí: no soy sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico, de modo que a medida que se me van planteando los problemas de trabajo, busco soluciones. Para empezar a hablar del cuento como género y de mis cuentos como una continuación, estuve pensando en estos días que para que entremos con más provecho en el cuento latinoamericano sería tal vez útil una breve reseña de lo que en alguna charla ya muy vieja llamé una vez "Los caminos de un escritor"; es decir, la forma en que me fui moviendo dentro de la actividad literaria a lo largo de. desgraciadamente treinta años. El escritor no conoce esos caminos mientras los está franqueando -puesto que vive en un presente como todos nosotros- pero pasado el tiempo llega un día en que de golpe, frente a muchos libros que ha publicado y muchas críticas que ha recibido, tiene la suficiente perspectiva y el suficiente espacio crítico para verse a sí mismo con alguna lucidez. Hace algunos años me planteé el problema de cuál había sido finalmente mi camino dentro de la literatura (decir "literatura" y "vida" para mí es siempre lo mismo, pero en este caso nos estamos concentrando en la literatura). Puede ser útil que reseñe hoy brevemente ese camino o caminos de un escritor porque luego se verá que señalan algunas constantes, algunas tendencias que están marcando de una manera significativa y definitoria la literatura latinoamericana importante de nuestro tiempo.

Les pido que no se asusten por las tres palabras que voy a emplear a continuación porque en el fondo, una vez que se da a entender por qué se las está utilizando, son muy simples. Creo que a lo largo de mi camino de escritor he pasado por tres etapas bastante bien definidas: una primera etapa que llamaría estética (ésa es la primera palabra), una segunda etapa que llamaría metafísica y una tercera etapa, que llega hasta el día de hoy, que podría llamar histórica. En lo que voy a decir a continuación sobre esos tres momentos de mi trabajo de escritor va a surgir por qué utilizo estas palabras, que son para entendernos y que no hay que tomar con la gravedad que utiliza un filósofo cuando habla por ejemplo de metafísica.
Pertenezco a una generación de argentinos surgida casi en su totalidad de la clase media en Buenos Aires, la capital del país; una clase social que por estudios, orígenes y preferencias personales se entregó muy joven a una actividad literaria concentrada sobre todo en la literatura misma. Me acuerdo bien de las conversaciones con mis camaradas de estudios y con los que siguieron siendo amigos una vez que los terminé y todos comenzamos a escribir y algunos poco a poco también a publicar. Me acuerdo de mí mismo y de mis amigos, jóvenes argentinos (porteños, como les decimos a los de Buenos Aires) profundamente estetizantes, concentrados en la literatura por sus valores de tipo estético, poético, y por sus resonancias espirituales de todo tipo. No usábamos esas palabras y no sabíamos lo que eran, pero ahora me doy perfecta cuenta de que viví mis primeros años de lector y de escritor en una fase que tengo derecho a calificar de "estética", donde lo literario era fundamentalmente leer los mejores libros a los cuales tuviéramos acceso y escribir con los ojos fijos en algunos casos en modelos ilustres y en otros en un ideal de perfección estilística profundamente refinada. Era una época en la que los jóvenes de mi edad no nos dábamos cuenta hasta qué punto estábamos al margen y ausentes de una historia particularmente dramática que se estaba cumpliendo en torno de nosotros, porque esa historia también la captábamos desde un punto de vista de lejanía, con distanciamiento espiritual.

Viví en Buenos Aires, desde lejos por supuesto, el transcurso de la guerra civil en que el pueblo de España luchó y se defendió contra el avance del franquismo que finalmente habría de aplastarlo. Viví la segunda guerra mundial, entre el año 39 y el año 45, también en Buenos Aires. ¿Cómo vivimos mis amigos y yo esas guerras? En el primer caso éramos profundos partidarios de la República española, profundamente antifranquistas; en el segundo, estábamos plenamente con los aliados y absolutamente en contra del nazismo. Pero en qué se traducían esas tomas de posición: en la lectura de los periódicos, en estar muy bien informados sobre lo que sucedía en los frentes de batalla; se convertían en charlas de café en las que defendíamos nuestros puntos de vista contra eventuales antagonistas, eventuales adversarios. A ese pequeño grupo del que formaba parte pero que a su vez era parte de muchos otros grupos, nunca se nos ocurrió que la guerra de España nos concernía directamente como argentinos y como individuos; nunca se nos ocurrió que la segunda guerra mundial nos concernía también aunque la Argentina fuera un país neutral. Nunca nos dimos cuenta de que la misión de un escritor que además es un hombre tenía que ir mucho más allá que el mero comentario o la mera simpatía por uno de los grupos combatientes. Esto, que supone una autocrítica muy cruel que soy capaz de hacerme a mí y a todos los de mi clase, determinó en gran medida la primera producción literaria de esa época: vivíamos en un mundo en el que la aparición de una novela o un libro de cuentos significativo de un autor europeo o argentino tenía una importancia capital para nosotros, un mundo en el que había que dar todo lo que se tuviera, todos los recursos y todos los conocimientos para tratar de alcanzar un nivel literario lo más alto posible. Era un planteo estético, una solución estética; la actividad literaria valía para nosotros por la literatura misma, por sus productos y de ninguna manera como uno de los muchos elementos que constituyen el contorno, como hubiera dicho Ortega y Gasset "la circunstancia", en que se mueve un ser humano, sea o no escritor.

De todas maneras, aun en ese momento en que mi participación y mi sentimiento histórico prácticamente no existían, algo me dijo muy tempranamente que la literatura -incluso la de tipo fantástico más imaginativa- no estaba únicamente en las lecturas, en las bibliotecas y en las charlas de café. Desde muy joven sentí en Buenos Aires el contacto con las cosas, con las calles, con todo lo que hace de una ciudad una especie de escenario continuo, variante y maravilloso para un escritor. Si por un lado las obras que en ese momento publicaba alguien como Jorge Luis Borges significaban para mí y para mis amigos una especie de cielo de la literatura, de máxima posibilidad en ese momento dentro de nuestra lengua, al mismo tiempo me había despertado ya muy temprano a otros escritores de los cuales citaré solamente uno, un novelista que se llamó Roberto Arlt y que desde luego es mucho menos conocido que Jorge Luis Borges porque murió muy joven y escribió una obra de difícil traducción y muy cerrada en el contorno de Buenos Aires. Al mismo tiempo que mi mundo estetizante me llevaba a la admiración por escritores como Borges, sabía abrir los ojos al lenguaje popular, al lunfardo de la calle que circula en los cuentos y las novelas de Roberto Arlt. Es por eso que, cuando hablo de etapas en mi camino, no hay que entenderlas nunca de una manera excesivamente compartimentada: me estaba moviendo en esa época en un mundo estético y estetizante pero creo que ya tenía en las manos o en la imaginación elementos que venían de otros lados y que todavía necesitarían tiempo para dar sus frutos. Eso lo sentí en mí mismo poco a poco, cuando empecé a vivir en Europa.

Siempre he escrito sin saber demasiado por qué lo hago, movido un poco por el azar, por una serie de casualidades: las cosas me llegan como un pájaro que puede pasar por la ventana. En Europa continué escribiendo cuentos de tipo estetizante y muy imaginativos, prácticamente todos de tema fantástico. Sin darme cuenta, empecé a tratar temas que se separaron de ese primer momento de mi trabajo. En esos años escribí un cuento muy largo, quizá el más largo que he escrito, "El perseguidor", que en sí mismo no tiene nada de fantástico pero en cambio tiene algo que se convertía en importante para mí: una presencia humana, un personaje de carne y hueso, un músico de jazz que sufre, sueña, lucha por expresarse y sucumbe aplastado por una fatalidad que lo persiguió toda su vida. (Los que lo han leído saben que estoy hablando de Charlie Parker, que en el cuento se llama Johnny Carter.) Cuando terminé ese cuento y fui su primer lector, advertí que de alguna manera había salido de una órbita y estaba tratando de entrar en otra. Ahora el personaje se convertía en el centro de mi interés mientras que en los cuentos que había escrito en Buenos Aires los personajes estaban al servicio de lo fantástico como figuras para que lo fantástico pudiera irrumpir; aunque pudiera tener simpatía o cariño por determinados personajes de esos cuentos, era muy relativo: lo que verdaderamente me importaba era el mecanismo del cuento, sus elementos finalmente estéticos, su combinatoria literaria con todo lo que puede tener de hermoso, de maravilloso y de positivo. En la gran soledad en que vivía en París de golpe fue como estar empezando a descubrir a mi prójimo en la figura de Johnny Carter, ese músico negro perseguido por la desgracia cuyos balbuceos, monólogos y tentativas inventaba a lo largo de ese cuento.

Ese primer contacto con mi prójimo -creo que tengo derecho a utilizar el término-, ese primer puente tendido directamente de un hombre a otro, de un hombre a un conjunto de personajes, me llevó en esos años a interesarme cada vez más por los mecanismos psicológicos que se pueden dar en los cuentos y en las novelas, por explorar y avanzar en ese territorio -que es el más fascinante de la literatura al fin y al cabo- en que se combina la inteligencia con la sensibilidad de un ser humano y determina su conducta, todos sus juegos en la vida, todas sus relaciones y sus interrelaciones, sus dramas de vida, de amor, de muerte, su destino; su historia, en una palabra. Cada vez más deseoso de ahondar en ese campo de la psicología de los personajes que estaba imaginando, surgieron en mí una serie de preguntas que se tradujeron en dos novelas, porque los cuentos no son nunca o casi nunca problemáticos: para los problemas están las novelas, que los plantean y muchas veces intentan soluciones. La novela es ese gran combate que libra el escritor consigo mismo porque hay en ella todo un mundo, todo un universo en que se debaten juegos capitales del destino humano, y si uso el término destino humano es porque en ese momento me di cuenta de que yo no había nacido para escribir novelas psicológicas o cuentos psicológicos como los hay y por cierto tan buenos. El solo hecho de manejar elementos en la vida de algunos personajes no me satisfacía lo suficiente. Ya en "El perseguidor", con toda su torpeza y su ignorancia, Johnny Carter se plantea problemas que podríamos llamar "últimos". Él no entiende la vida y tampoco entiende la muerte, no entiende por qué es un músico, quisiera saber por qué toca como toca, por qué le suceden las cosas que le suceden. Por ese camino entré en eso que con un poco de pedantería he calificado de etapa metafísica, es decir, una autoindagación lenta, difícil y muy primaria -porque yo no soy un filósofo ni estoy dotado para la filosofía- sobre el hombre, no como simple ser viviente y actuante sino como ser humano, como ser en el sentido filosófico, como destino, como camino dentro de un itinerario misterioso.

Esta etapa que llamo metafísica a falta de mejor nombre se fue cumpliendo sobre todo a lo largo de dos novelas. La primera, que se llama Los premios, es una especie de divertimento; la segunda quiso ser algo más que un divertimento y se llama Rayuela. En la primera intenté presentar, controlar, dirigir un grupo importante y variado de personajes. Tenía una preocupación técnica, porque un escritor de cuentos -como lectores de cuentos, ustedes lo saben bien- maneja un grupo de personajes lo más reducido posible por razones técnicas: no se puede escribir un cuento de ocho páginas en donde entren siete personas ya que llegamos al final de las ocho páginas sin saber nada de ninguna de las siete, y obligadamente hay una concentración de personajes como hay también una concentración de muchas otras cosas. La novela en cambio es realmente el juego abierto, y en Los premios me pregunté si dentro de un libro de las dimensiones habituales de una novela sería capaz de presentar y tener un poco las riendas mentales y sentimentales de un número de personajes que al final, cuando los conté, resultaron ser dieciocho. ¡Ya es algo! Fue, si ustedes quieren, un ejercicio de estilo, una manera de demostrarme a mí mismo si podía o no pasar a la novela como género. Bueno, me aprobé; con una nota no muy alta pero me aprobé en ese examen. Pensé que la novela tenía los suficientes elementos como para darle atracción y sentido, y allí, en muy pequeña escala todavía, ejercité esa nueva sed que se había posesionado de mí, esa sed de no quedarme solamente en la psicología exterior de la gente y de los personajes de los libros sino ir a una indagación más profunda del hombre como ser humano, como ente, como destino. En Los premios eso se esboza apenas en algunas reflexiones de uno o dos personajes.

A lo largo de unos cuantos años escribí Rayuela y en esa novela puse directamente todo lo que en ese momento podía poner en ese campo de búsqueda e interrogación. El personaje central es un hombre como cualquiera de todos nosotros, realmente un hombre muy común, no mediocre pero sin nada que lo destaque especialmente; sin embargo, ese hombre tiene -como ya había tenido Johnny Carter en "El perseguidor"- una especie de angustia permanente que lo obliga a interrogarse sobre algo más que su vida cotidiana y sus problemas cotidianos. Horacio Oliveira, el personaje de Rayuela, es un hombre que está asistiendo a la historia que lo rodea, a los fenómenos cotidianos de luchas políticas, guerras, injusticias, opresiones y quisiera llegar a conocer lo que llama a veces "la clave central", el centro que ya no sólo es histórico sino también filosófico, metafísico, y que ha llevado al ser humano por el camino de la historia que está atravesando, del cual nosotros somos el último y presente eslabón. Horacio Oliveira no tiene ninguna cultura filosófica -como su padre- y simplemente se hace las preguntas que nacen de lo más hondo de la angustia. Se pregunta muchas veces cómo es posible que el hombre como género, como especie, como conjunto de civilizaciones, haya llegado a los tiempos actuales siguiendo un camino que no le garantiza en absoluto el alcance definitivo de la paz, la justicia y la felicidad, por un camino lleno de azares, injusticias y catástrofes en que el hombre es el lobo del hombre, en que unos hombres atacan y destrozan a otros, en que justicia e injusticia se manejan muchas veces como cartas de póquer. Horacio Oliveira es el hombre preocupado por elementos ontológicos que tocan al ser profundo del hombre: ¿Por qué ese ser preparado teóricamente para crear sociedades positivas por su inteligencia, su capacidad, por todo lo que tiene de positivo, no lo consigue finalmente o lo consigue a medias, o avanza y luego retrocede? (Hay un momento en que la civilización progresa y luego cae bruscamente, y basta con hojear el Libro de la Historia para asistir a la decadencia y a la ruina de civilizaciones que fueron maravillosas en la Antigüedad.) Horacio Oliveira no se conforma con estar metido en un mundo que le ha sido dado prefabricado y condicionado; pone en tela de juicio cualquier cosa, no acepta las respuestas habitualmente dadas, las respuestas de la sociedad x o de la sociedad z, de la ideología a o de la ideología b.

Esa etapa histórica suponía romper el individualismo y el egoísmo que hay siempre en las investigaciones del tipo que hace Oliveira, ya que él se preocupa de pensar cuál es su propio destino en tanto destino del hombre pero todo se concentra en su propia persona, en su felicidad y su infelicidad. Había un paso que franquear: el de ver al prójimo no sólo como el individuo o los individuos que uno conoce sino también verlo como sociedades enteras, pueblos, civilizaciones, conjuntos humanos. Debo decir que llegué a esa etapa por caminos curiosos, extraños y a la vez un poco predestinados. Había seguido de cerca con mucho más interés que en mi juventud todo lo que sucedía en el campo de la política internacional en aquella época: estaba en Francia cuando la guerra de liberación de Argelia y viví muy de cerca ese drama que era al mismo tiempo y por causas opuestas un drama para los argelinos y para los franceses. Luego, entre el año 59 y el 61, me interesó toda esa extraña gesta de un grupo de gente metida en las colinas de la isla de Cuba que estaban luchando para echar abajo un régimen dictatorial. (No tenía aún nombres precisos: a esa gente se los llamaba "los barbudos" y Batista era un nombre de dictador en un continente que ha tenido y tiene tantos.) Poco a poco, eso tomó para mí un sentido especial. Testimonios que recibí y textos que leí me llevaron a interesarme profundamente por ese proceso, y cuando la Revolución cubana triunfó a fines de 1959, sentí el deseo de ir. Pude ir -al principio no se podía- menos de dos años después. Fui a Cuba por primera vez en 1961 como miembro del jurado de la Casa de las Américas que se acababa de fundar. Fui a aportar la contribución del único tipo que podía dar, de tipo intelectual, y estuve allí dos meses viendo, viviendo, escuchando, aprobando y desaprobando según las circunstancias. Cuando volví a Francia traía conmigo una experiencia que me había sido totalmente ajena: durante casi dos meses no estuve metido con grupos de amigos o con cenáculos literarios; estuve mezclándome cotidianamente con un pueblo que en ese momento se debatía frente a las peores dificultades, al que le faltaba todo, que se veía preso en un bloqueo despiadado y sin embargo luchaba por llevar adelante esa autodefinición que se había dado a sí mismo por la vía de la revolución. Cuando volví a París eso hizo un lento pero seguro camino. Habían sido invitaciones de pasaporte para mí y nada más, señas de identidad y nada más. En ese momento, por una especie de brusca revelación -y la palabra no es exagerada-, sentí que no sólo era argentino: era latinoamericano, y ese fenómeno de tentativa de liberación y de conquista de una soberanía a la que acababa de asistir era el catalizador, lo que me había revelado y demostrado que no solamente yo era un latinoamericano que estaba viviendo eso de cerca sino que además me mostraba una obligación, un deber. Me di cuenta de que ser un escritor latinoamericano significaba fundamentalmente que había que ser un latinoamericano escritor: había que invertir los términos y la condición de latinoamericano, con todo lo que comportaba de responsabilidad y deber, había que ponerla también en el trabajo literario. Creo entonces que puedo utilizar el nombre de etapa histórica, o sea de ingreso en la historia, para describir este último jalón en mi camino de escritor.

Si han podido leer algunos libros míos que abarquen esos períodos, verán muy claramente reflejado lo que he tratado de explicar de una manera un poco primaria y autobiográfica, verán cómo se pasa del culto de la literatura por la literatura misma al culto de la literatura como indagación del destino humano y luego a la literatura como una de las muchas formas de participar en los procesos históricos que a cada uno de nosotros nos concierne en su país. Si les he contado esto -e insisto en que he hecho un poco de autobiografía, cosa que siempre me avergüenza- es porque creo que ese camino que seguí es extrapolable en gran medida al conjunto de la actual literatura latinoamericana que podemos considerar significativa. En el curso de las últimas tres décadas la literatura de tipo cerradamente individual que naturalmente se mantiene y se mantendrá y que da productos indudablemente hermosos e indiscutibles, esa literatura por el arte y la literatura misma ha cedido terreno frente a una nueva generación de escritores mucho más implicados en los procesos de combate, de lucha, de discusión, de crisis de su propio pueblo y de los pueblos en conjunto. La literatura que constituía una actividad fundamentalmente elitista y que se autoconsideraba privilegiada (todavía lo hacen muchos en muchos casos) fue cediendo terreno a una literatura que en sus mejores exponentes nunca ha bajado la puntería ni ha tratado de volverse popular o populachera llenándose con todo el contenido que nace de los procesos del pueblo de donde pertenece el autor. Estoy hablando de la literatura más alta de la que podemos hablar en estos momentos, la de Asturias, Vargas Llosa, García Márquez, cuyos libros han salido plenamente de ese criterio de trabajo solitario por el placer mismo del trabajo para intentar una búsqueda en profundidad en el destino, en la realidad, en la suerte de cada uno de sus pueblos. Por eso me parece que lo que me sucedió en el terreno individual y privado es un proceso que en conjunto se ha ido dando de la misma manera yendo de lo más (cómo decirlo, no me gusta la palabra elitista, pero en fin...), de lo más privilegiado, lo más refinado como actividad literaria, a una literatura que guardando todas sus calidades y todas sus fuerzas se dirige actualmente a un público de lectores que va mucho más allá que los lectores de la primera generación que eran sus propios grupos de clase, sus propias élites, aquellos que conocían los códigos y las claves y podían entrar en el secreto de esa literatura casi siempre admirable pero también casi siempre exquisita.

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Conviene hacer una cosa bastante elemental al principio que es preguntarse qué es un cuento, porque sucede que todos los leemos (es un género que creo que se vuelve cada día más popular; en algunos países lo ha sido siempre y en otros va ganando camino después de haber sido rechazado por motivos bastantes misteriosos que los críticos buscan deslindar) pero en definitiva es muy difícil intentar una definición de cuento. Hay cosas que se niegan a la definición; creo, y en este sentido me gusta extremar ciertos caminos mentales, que en el fondo nada se puede definir. El diccionario tiene una definición para cada cosa; cuando son cosas muy concretas, la definición es tal vez aceptable, pero muchas veces a lo que tomamos por definición yo lo llamaría una aproximación. La inteligencia se maneja con aproximaciones y establece relaciones y todo funciona muy bien, pero frente a ciertas cosas la definición se vuelve verdaderamente muy difícil. Es el caso muy conocido de la poesía. ¿Quién ha podido definir la poesía hasta hoy? Nadie. Hay dos mil definiciones que vienen desde los griegos que ya se preocupaban por el problema, y Aristóteles tiene nada menos que toda una Poética para eso, pero no hay una definición de la poesía que a mí me convenza y sobre todo que convenza a un poeta. En el fondo el único que tiene razón es ese humorista español -creo- que dijo que la poesía es eso que se queda afuera cuando hemos terminado de definir la poesía: se escapa y no está dentro de la definición. Con el cuento no pasa exactamente lo mismo pero tampoco es un género fácilmente definible. Lo mejor es acercarnos muy rápida e imperfectamente desde un punto de vista cronológico.

La narrativa del cuento, tal como se lo imaginó en otros tiempos y tal y como lo leemos y lo escribimos en la actualidad, es tan antigua como la humanidad. Supongo que en las cavernas las madres y los padres les contaban cuentos a los niños (cuentos de bisontes, probablemente). El cuento oral se da en todos los folclores. África es un continente maravilloso para los cuentos orales, los antropólogos no se cansan de reunir enormes volúmenes con miles y miles, algunos de una fantasía y una invención extraordinarias que se transmiten de padres a hijos. La Antigüedad conoce el cuento como género literario y la Edad Media le da una categoría estética y literaria bien definida, a veces en forma de apólogos destinados a ilustrar elementos religiosos, otras veces morales. Las fábulas, por ejemplo, nos vienen desde los griegos y son un mecanismo de pequeño cuento, un relato que se basta a sí mismo, algo que sucede entre dos o tres animales, que empieza, tiene su fin y su reflexión moralista. El cuento tal como lo entendemos ahora no aparece de hecho hasta el siglo XIX. Hay a lo largo de la historia elementos de cuentística verdaderamente maravillosos. Piensen ustedes en Las mil y una noches, una antología de cuentos, la mayoría de ellos anónimos, que un escriba persa recogió y les dio calidad estética; ahí hay cuentos con mecanismos sumamente complejos, muy modernos en ese sentido. En la Edad Media española hay un clásico, El Conde Lucanor del Infante Juan Manuel, que contiene algunos de antología. En el siglo XVIII se escriben cuentos en general sumamente largos, que divagan un poco en un territorio más de novela que de cuento; pienso por ejemplo en los de Voltaire: Zadig, Cándido, ¿son cuentos o pequeñas novelas? Suceden muchas cosas, hay un desarrollo que casi se podría dividir en capítulos y finalmente son novelitas más que cuentos largos. Cuando nos metemos en el siglo XIX el cuento adquiere de golpe su carta de ciudadanía, más o menos paralelamente en el mundo anglosajón y en el francés. En el mundo anglosajón surgen en la segunda mitad del siglo XIX escritores para quienes el cuento es un instrumento literario de primera línea que atacan y llevan a cabo con un rigor extraordinario. En Francia bastaría citar a Mérimée, a Villiers de l'Isle-Adam y tal vez por encima de todos ellos a Maupassant, para ver cómo el cuento se ha convertido en un género moderno. En nuestro siglo entra ya con todos los elementos, las condiciones y las exigencias por parte del escritor y del lector. Vivimos hoy en una época en la que no aceptamos que "nos hagan el cuento", como dirían los argentinos: aceptamos que nos den buenos cuentos, que es una cosa muy diferente.

Si a través de este paseo a vuelo de pájaro andamos buscando una aproximación, si no una definición del cuento, lo que vamos viendo es en general una especie de reducción: el cuento es una cosa muy vaga, muy esfumada, que abarca elementos de un desarrollo no siempre muy ceñido que a lo largo del siglo XIX y ahora en nuestro siglo adopta sus características que podemos considerar definitivas (en la medida en que puede haber algo definitivo en literatura, porque el cuento tiene una elasticidad equiparable a la de la novela en cierto sentido y, en manos de nuevos cuentistas que pueden estar trabajando en este mismo momento, puede dar un viraje y mostrarse desde otro ángulo y con otras posibilidades. Mientras eso no suceda, tenemos delante de nosotros una cantidad enorme de cuentistas mundiales y, en el caso que nos interesa especialmente, una cantidad muy grande y muy importante de cuentistas latinoamericanos).

¿Cuáles son las características en general del cuento, ya que decimos que no vamos a poder definirlo exactamente? Si hacemos el enfoque primario -o sea el fondo del cuento, su razón de ser, el tema, y la forma-, por lo que se refiere al tema la variedad del cuento moderno es infinita: puede ocuparse de temas absolutamente realistas, psicológicos, históricos, costumbristas, sociales... Su campo es perfectamente apto para hacer frente a cualquiera de estos temas, y pensando en el camino de la imaginación pura, se abre con toda libertad para la ficción total en los cuentos que llamamos fantásticos, los cuentos de lo sobrenatural donde la imaginación modifica las leyes naturales, las transforma y presenta el mundo de otra manera y bajo otra luz. La gama es inmensa incluso si nos situamos únicamente en el sector del cuento realista típico, clásico: por un lado podemos tener un cuento de D. H. Lawrence o de Katherine Mansfield, con sus delicadas aproximaciones psicológicas al destino de sus personajes; por otro lado podemos tener un cuento del uruguayo Juan Carlos Onetti que puede describir un momento perfectamente real -diría incluso realista- de una vida y que, siendo en el fondo una temática equivalente a la de Lawrence o a la de Katherine Mansfield, es totalmente distinto. Se abre así el abanico de su riqueza de posibilidades. Ya se dan cuenta ustedes de que por la temática no vamos a poder atrapar al cuento por la cola, porque cualquier cosa entra en el cuento: no hay temas buenos ni malos en el cuento. (No hay temas buenos ni malos en ninguna parte de la literatura, todo depende de quién y cómo lo trata. Alguien decía que se puede escribir sobre una piedra y hacer una cosa fascinante siempre que el que escriba se llame Kafka.)

Desde el punto de vista temático es difícil encontrar criterios para acercarnos a la noción de cuento, en cambio creo que vamos a estar más cerca porque ya se refiere un poco a nuestro trabajo futuro si buscamos por el lado de lo que se llama en general forma, aunque a mí me gustaría usar la palabra estructura, que no uso en el sentido del estructuralismo, o sea de ese sistema de crítica y de indagación con el cual tanto se trabaja en estos días y del cual yo no conozco nada. Hablo de estructura como podríamos decir la estructura de esta mesa o de esta taza; es una palabra que me parece un poco más rica y más amplia que la palabra forma porque estructura tiene además algo de intencional: la forma puede ser algo dado por la naturaleza y una estructura supone una inteligencia y una voluntad que organizan algo para articularlo y darle una estructura.
Por el lado de la estructura podemos acercarnos un poco más al cuento porque, si me permiten una comparación no demasiado brillante pero sumamente útil, podríamos establecer dos pares comparativos: por un lado tenemos la novela y por otro, el cuento. Grosso modo sabemos muy bien que la novela es un juego literario abierto que puede desarrollarse al infinito y que según las necesidades de la trama y la voluntad del escritor en un momento dado se termina, no tiene un límite preciso. Una novela puede ser muy corta o casi infinita, algunas novelas terminan y uno se queda con la impresión de que el autor podría haber continuado, y algunos continúan porque años después escriben una segunda parte. La novela es lo que Umberto Eco llama la "obra abierta": es realmente un juego abierto que deja entrar todo, lo admite, lo está llamando, está reclamando el juego abierto, los grandes espacios de la escritura y de la temática. El cuento es todo lo contrario: un orden cerrado. Para que nos deje la sensación de haber leído un cuento que va a quedar en nuestra memoria, que valía la pena leer, ese cuento será siempre uno que se cierra sobre sí mismo de una manera fatal.

Alguna vez he comparado el cuento con la noción de la esfera, la forma geométrica más perfecta en el sentido de que está totalmente cerrada en sí misma y cada uno de los infinitos puntos de su superficie son equidistantes del invisible punto central. Esa maravilla de perfección que es la esfera como figura geométrica es una imagen que me viene también cuando pienso en un cuento que me parece perfectamente logrado. Una novela no me dará jamás la idea de una esfera; me puede dar la idea de un poliedro, de una enorme estructura. En cambio el cuento tiende por autodefinición a la esfericidad, a cerrarse, y es aquí donde podemos hacer una doble comparación pensando también en el cine y en la fotografía: el cine sería la novela y la fotografía, el cuento. Una película es como una novela, un orden abierto, un juego donde la acción y la trama podrían o no prolongarse; el director de la película podría multiplicar incidentes sin malograrla, incluso acaso mejorándola; en cambio, la fotografía me hace pensar siempre en el cuento. Alguna vez hablando con fotógrafos profesionales he sentido hasta qué punto esa imagen es válida porque el gran fotógrafo es el hombre que hace esas fotografías que nunca olvidaremos -fotos de Stieglitz, por ejemplo, o de Cartier-Bresson- en que el encuadre tiene algo de fatal: ese hombre sacó esa fotografía colocando dentro de los cuatro lados de la foto un contenido perfectamente equilibrado, perfectamente arquitectado, perfectamente suficiente, que se basta a sí mismo pero que además -y eso es la maravilla del cuento y de la fotografía- proyecta una especie de aura fuera de sí misma y deja la inquietud de imaginar lo que había más allá, a la izquierda o a la derecha. Para mí las fotografías más reveladoras son aquellas en que por ejemplo hay dos personajes, el fondo de una casa y luego quizá a la izquierda, donde termina la foto, la sombra de un pie o de una pierna. Esa sombra corresponde a alguien que no está en la foto y al mismo tiempo la foto está haciendo una indicación llena de sugestiones, apelando a nuestra imaginación para decirnos: "¿Qué había allí después?". Hay una atmósfera que partiendo de la fotografía se proyecta fuera de ella y creo que es eso lo que les da la gran fuerza a esas fotos que no son siempre técnicamente muy buenas ni más memorables que otras; las hay muy espectaculares que no tienen esa aureola, esa aura de misterio. Como el cuento, son al mismo tiempo un extraño orden cerrado que está lanzando indicaciones que nuestra imaginación de espectadores o de lectores puede recoger y convertir en un enriquecimiento de la foto.

Ahora, por el hecho de que el cuento tiene la obligación interna, arquitectónica, de no quedar abierto sino de cerrarse como la esfera y guardar al mismo tiempo una especie de vibración que proyecta cosas fuera de él, ese elemento que vamos a llamar fotográfico nace de otras características que me parecen indispensables para el logro de un cuento memorable o perdurable. Es muy difícil definir esos elementos. Podría hablar, y lo he hecho ya alguna vez, de intensidad y de tensión. Son elementos que parecen caracterizar el trabajo del buen cuentista y hacen que haya cuentos absolutamente inolvidables como los mejores de Edgar Allan Poe. "El tonel de amontillado", por ejemplo, es una pequeña historia de apariencia común, un cuento que tiene menos de cuatro páginas en el que no hay ningún preámbulo, ningún rodeo. En la primera frase estamos metidos en el drama de una venganza que se va a cumplir fatalmente, con una tensión y una intensidad simultáneas porque se siente el lenguaje de Poe tendido como un arco: cada palabra, cada frase ha sido minuciosamente cuidada para que nada sobre, para que solamente quede lo esencial, y al mismo tiempo hay una intensidad de otra naturaleza: está tocando zonas profundas de nuestra psiquis, no solamente nuestra inteligencia sino también nuestro subconsciente, nuestro inconsciente, nuestra libido, todo lo que ahora se da en llamar "subliminal", los resortes más profundos de nuestra personalidad.


• Clases de literatura. Berkeley, 1980. Carles Álvarez Garriga (ed.)
Julio cortázar