martes, 30 de julio de 2013

CONSEJOS PARA UN JOVEN ESCRITOR, JORGE CARRIÓN



1. Lee los consejos a jóvenes escritores (ya sean cuentistas, novelistas, poetas o cronistas) de Rilke, Chéjov, Quiroga, Vargas Llosa, Kis, Sebald o Salcedo Ramos. Se ha convertido en un auténtico género y no he podido resistirme a su canto de sirena. Lee también libros como El arte de la ficción de David Lodge o Los mecanismos de la ficción de James Wood. Lee, lee mucho. Lee todos los libros que ellos citan para ilustrar sus consejos. Léelo todo, lee aún más. Mejor todavía: lee sistemáticamente, es decir, estudia. Y después imita, copia, roba, modifica, mejora aquello que se pueda mejorar, aprende: de eso se trata. Si lo crees conveniente, busca maestros oficiales u oficiosos. Escribe, borra, tacha, vuelve a escribir: por supuesto. Pero no es de eso de lo que te quiero hablar.

2. La angustia por publicar es tan importante como la de las influencias, pero no por ello hay que saltarse el orden. Primero: las influencias. Después: la publicación. Se trata de lógica elemental: tus influencias ya son públicas, por eso precisamente te han influido, de modo que el día en que tú mismo te hagas público a través de tus textos, si esas influencias son demasiado obvias, si tu copia o tu robo han sido fragantes, si no has modificado lo suficiente, si no te has apropiado de la tradición para reconfigurarla, lo que hayas publicado no tendrá el mínimo interés necesario para que tus lectores sientan que ha merecido la pena leerte y para que otros, ya públicos, apoyen lo que tengas que seguir diciendo.

3. “La papelera es el primer mueble en el estudio del escritor”, dijo Hemingway. De acuerdo: ¿Y cuál es el segundo? El segundo es la cajonera. Da igual que sea de madera o que tenga forma de disco duro, porque a estas alturas la papelera de Hemingway sería la de reciclaje. Esa es la gran lección de Kafka: lo natural es escribir, no publicar. Esa es una de las grandes lecciones de Bolaño, que dejó sin editar la mayor parte de los libros que escribió. Que no te dé miedo abandonar proyectos en cajones o en discos duros, porque en esos espacios las letras están más seguras que en la intemperie de las bibliotecas y las librerías. Allí el libro inédito se encuentra a resguardo, puedes controlarlo, puedes cambiarlo, mejorarlo, dejarlo crecer (o, mejor aún: menguar). Después de comenzar varios, es probable que el primer libro que terminas haya servido sólo para eso, para demostrarte a ti mismo que eres capaz de acabar un libro. Inmediatamente después ya podrás encarar la escritura de tu primer libro de verdad.

4. Lo dice el gran escritor hebreo Yoram Kaniuk en 1948: “El heroísmo no es sólo vencer, sino también fracasar. Un fracaso en la guerra, en el arte o en cualquier otra cosa puede estimular, dar consuelo y ayudarle a uno a superar solo el siguiente fracaso”. En la literatura no existe el éxito. Basta con recordar la consagración en vida de Vicente Blasco Ibáñez o el premio nobel de Miguel Ángel Asturias, por no hablar de los ganados por Rudolf Christoph Eucken, Romain Rolland o Halldór Laxness. Basta con recordar, por cierto, cómo se deciden los Premios Príncipe de Asturias o los propios Nobel de Literatura: nadie del jurado ha leído la obra de todos los candidatos de modo que se imponen los argumentos espurios, las intuiciones, los equilibrios de poder. En literatura no se puede triunfar: repítete eso cada vez que te asalten de nuevo esas ganas terribles que tienes de publicar.

5. Cuando ya seas dueño de una poética incipiente, cuando ya sientas que lo que has escrito suena con una voz más o menos propia (aunque resuenen los ecos, al fondo, de tus maestros), cuando ya hayas entendido que sólo se trata de fracasar mejor que los demás, entonces sí habrá llegado el momento de publicar. Para entonces lo mejor es que ya hayas experimentado con ciertos termómetros: la revista de la facultad, tu perfil de Facebook, un blog, algún premio comarcal. Y que hayas frecuentado suficientemente las librerías como para saber algo esencial: ¿En los catálogos de qué editoriales podría encajar el libro que he escrito? Te lo resumo en un único consejo: explora los terrenos en que la literatura encuentra lectores para encontrar los de la tuya.

6. Enviar una novela de elfos y trolls a Anagrama es una pérdida de tiempo. Como enviar un poemario escrito a través de búsquedas de Google a Tusquets o un libro de relatos experimentales a Planeta. Sólo hojeando y leyendo libros encontrarás afinidades y sólo así descubrirás los posibles caminos que te lleven a la editorial posible. El mundo es ancho y complejo: no se acaba en Anagrama, Tusquets o Planeta. En la carta o el e-mail de presentación (lo bueno, si breve) menciona los autores o los títulos publicados por ellos que te han animado a hacerles llegar tu original. Lo demás cae por su propio peso: resume de qué va el libro, quién eres, por qué les puedes interesar.

7. Lo más probable es que todas tus primeras opciones te contesten con cartas o e-mails de rechazo. O ni eso: ay, cómo pesan esos silencios que se prolongan. No te desanimes. Aprovecha esas temporadas para seguir corrigiendo. O deja reposar el manuscrito. O incluso: olvídalo. Tal vez un día, en una librería o en una página web o en una revista descubras un nuevo sello que se adecúa a las características de tu libro. Quizá un amigo que ha leído tu original lo recomendará en la editorial donde van a publicarle. Es bueno esperar. Es necesario esperar. El rechazo es parte intrínseca del fracaso necesario y positivo. No hay que publicar todo lo que uno escribe. Las dificultades para encontrar editor estimulan la exigencia, te hacen mejor escritor. No obstante: existe la posibilidad de la autoedición. Es una posibilidad seria, que debes evaluar. Ahora mismo el escaso prestigio de la literatura está todavía en el papel, pero es casi seguro que eso, como todo, cambiará. Pero si apuestas por la red, te aconsejo que lo hagas sin despecho, convencido de la fuerza de tu texto y de la forma en que lo haces público, poniendo toda la carne en el asador. Como un pionero. De otro modo, no creo que merezca la pena, si te soy sincero.

8. Por último está el tema de la recepción: todos dependemos de nuestros lectores. Tienes que saber que el mundo literario no existe. El mundo literario se parece a los Reyes Magos: son los padres. Por tanto, existen miles de mundos literarios. O, si nos ponernos técnicos: de campos culturales. Cada uno funciona con sus propias reglas y, sobre todo, no son estancos, sino mutantes. Cambia, todo cambia: los directores y los criterios de las editoriales, los sellos de prestigio, los premios que supuestamente hay que ganar, las tecnologías que nos hacen visibles, las ciudades que son más dinámicas, los estilos y los temas. Uno no escribe para un público determinado, porque eso sólo puede significar más fracaso dentro del fracaso (del negativo). Uno no escribe para una editorial o un editor o un crítico o unos seguidores o una revista determinados, por lo mismo. Uno escribe a solas y a ciegas. Pero es cierto que después de la escritura sí que es necesaria una cierta aceptación, una cierta comunidad de lectores cómplices. Yo soy de los que piensa que un escritor debe educar, seducir, crear a sus lectores. Pero es muy probable que esté equivocado.

9. Recuerda lo que dijo W.G. Sebald: “No escuchéis a nadie, ni siquiera a nosotros: es fatal”. Así que olvida todo lo que acabo de decirte. “Leed libros que no tengan nada que ver con la literatura”, dijo también el autor de Austerlitz, de modo que mejor lee consejos a un joven científico o a un joven cineasta o sobre arquitectura o sobre historia de la religión. Te serán mucho más útiles que estas líneas, porque la literatura siempre está donde menos te la esperas y un escritor debe aspirar a una mirada lateral, al perpetuo fuera de contexto.

10. Cambia, todo cambia, dice la canción, pero no cambia mi amor. Llámale pasión o vocación o empeño u obsesión: eso es lo que finalmente importa.

viernes, 26 de julio de 2013

CLASES MAGISTRALES DE JULIO CORTÁZAR: EL CUENTO, LA NOVELA, LA HISTORIA, LA VIDA PERSONAL


Los caminos de un escritor


Quisiera que quede bien claro que, aunque propongo primero los cuentos y en segundo lugar las novelas, esto no significa para mí una discriminación o un juicio de valor: soy autor y lector de cuentos y novelas con la misma dedicación y el mismo entusiasmo. Ustedes saben que son cosas muy diferentes, que trataremos de precisar mejor en algunos aspectos, pero el hecho de que haya propuesto que nos ocupemos primero de los cuentos es porque como tema son de un acceso más fácil; se dejan atrapar mejor, rodear mejor que una novela por razones obvias sobre las cuales no vale la pena que insista.

Tienen que saber que estos cursos los estoy improvisando muy poco antes de que ustedes vengan aquí: no soy sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico, de modo que a medida que se me van planteando los problemas de trabajo, busco soluciones. Para empezar a hablar del cuento como género y de mis cuentos como una continuación, estuve pensando en estos días que para que entremos con más provecho en el cuento latinoamericano sería tal vez útil una breve reseña de lo que en alguna charla ya muy vieja llamé una vez "Los caminos de un escritor"; es decir, la forma en que me fui moviendo dentro de la actividad literaria a lo largo de. desgraciadamente treinta años. El escritor no conoce esos caminos mientras los está franqueando -puesto que vive en un presente como todos nosotros- pero pasado el tiempo llega un día en que de golpe, frente a muchos libros que ha publicado y muchas críticas que ha recibido, tiene la suficiente perspectiva y el suficiente espacio crítico para verse a sí mismo con alguna lucidez. Hace algunos años me planteé el problema de cuál había sido finalmente mi camino dentro de la literatura (decir "literatura" y "vida" para mí es siempre lo mismo, pero en este caso nos estamos concentrando en la literatura). Puede ser útil que reseñe hoy brevemente ese camino o caminos de un escritor porque luego se verá que señalan algunas constantes, algunas tendencias que están marcando de una manera significativa y definitoria la literatura latinoamericana importante de nuestro tiempo.

Les pido que no se asusten por las tres palabras que voy a emplear a continuación porque en el fondo, una vez que se da a entender por qué se las está utilizando, son muy simples. Creo que a lo largo de mi camino de escritor he pasado por tres etapas bastante bien definidas: una primera etapa que llamaría estética (ésa es la primera palabra), una segunda etapa que llamaría metafísica y una tercera etapa, que llega hasta el día de hoy, que podría llamar histórica. En lo que voy a decir a continuación sobre esos tres momentos de mi trabajo de escritor va a surgir por qué utilizo estas palabras, que son para entendernos y que no hay que tomar con la gravedad que utiliza un filósofo cuando habla por ejemplo de metafísica.
Pertenezco a una generación de argentinos surgida casi en su totalidad de la clase media en Buenos Aires, la capital del país; una clase social que por estudios, orígenes y preferencias personales se entregó muy joven a una actividad literaria concentrada sobre todo en la literatura misma. Me acuerdo bien de las conversaciones con mis camaradas de estudios y con los que siguieron siendo amigos una vez que los terminé y todos comenzamos a escribir y algunos poco a poco también a publicar. Me acuerdo de mí mismo y de mis amigos, jóvenes argentinos (porteños, como les decimos a los de Buenos Aires) profundamente estetizantes, concentrados en la literatura por sus valores de tipo estético, poético, y por sus resonancias espirituales de todo tipo. No usábamos esas palabras y no sabíamos lo que eran, pero ahora me doy perfecta cuenta de que viví mis primeros años de lector y de escritor en una fase que tengo derecho a calificar de "estética", donde lo literario era fundamentalmente leer los mejores libros a los cuales tuviéramos acceso y escribir con los ojos fijos en algunos casos en modelos ilustres y en otros en un ideal de perfección estilística profundamente refinada. Era una época en la que los jóvenes de mi edad no nos dábamos cuenta hasta qué punto estábamos al margen y ausentes de una historia particularmente dramática que se estaba cumpliendo en torno de nosotros, porque esa historia también la captábamos desde un punto de vista de lejanía, con distanciamiento espiritual.

Viví en Buenos Aires, desde lejos por supuesto, el transcurso de la guerra civil en que el pueblo de España luchó y se defendió contra el avance del franquismo que finalmente habría de aplastarlo. Viví la segunda guerra mundial, entre el año 39 y el año 45, también en Buenos Aires. ¿Cómo vivimos mis amigos y yo esas guerras? En el primer caso éramos profundos partidarios de la República española, profundamente antifranquistas; en el segundo, estábamos plenamente con los aliados y absolutamente en contra del nazismo. Pero en qué se traducían esas tomas de posición: en la lectura de los periódicos, en estar muy bien informados sobre lo que sucedía en los frentes de batalla; se convertían en charlas de café en las que defendíamos nuestros puntos de vista contra eventuales antagonistas, eventuales adversarios. A ese pequeño grupo del que formaba parte pero que a su vez era parte de muchos otros grupos, nunca se nos ocurrió que la guerra de España nos concernía directamente como argentinos y como individuos; nunca se nos ocurrió que la segunda guerra mundial nos concernía también aunque la Argentina fuera un país neutral. Nunca nos dimos cuenta de que la misión de un escritor que además es un hombre tenía que ir mucho más allá que el mero comentario o la mera simpatía por uno de los grupos combatientes. Esto, que supone una autocrítica muy cruel que soy capaz de hacerme a mí y a todos los de mi clase, determinó en gran medida la primera producción literaria de esa época: vivíamos en un mundo en el que la aparición de una novela o un libro de cuentos significativo de un autor europeo o argentino tenía una importancia capital para nosotros, un mundo en el que había que dar todo lo que se tuviera, todos los recursos y todos los conocimientos para tratar de alcanzar un nivel literario lo más alto posible. Era un planteo estético, una solución estética; la actividad literaria valía para nosotros por la literatura misma, por sus productos y de ninguna manera como uno de los muchos elementos que constituyen el contorno, como hubiera dicho Ortega y Gasset "la circunstancia", en que se mueve un ser humano, sea o no escritor.

De todas maneras, aun en ese momento en que mi participación y mi sentimiento histórico prácticamente no existían, algo me dijo muy tempranamente que la literatura -incluso la de tipo fantástico más imaginativa- no estaba únicamente en las lecturas, en las bibliotecas y en las charlas de café. Desde muy joven sentí en Buenos Aires el contacto con las cosas, con las calles, con todo lo que hace de una ciudad una especie de escenario continuo, variante y maravilloso para un escritor. Si por un lado las obras que en ese momento publicaba alguien como Jorge Luis Borges significaban para mí y para mis amigos una especie de cielo de la literatura, de máxima posibilidad en ese momento dentro de nuestra lengua, al mismo tiempo me había despertado ya muy temprano a otros escritores de los cuales citaré solamente uno, un novelista que se llamó Roberto Arlt y que desde luego es mucho menos conocido que Jorge Luis Borges porque murió muy joven y escribió una obra de difícil traducción y muy cerrada en el contorno de Buenos Aires. Al mismo tiempo que mi mundo estetizante me llevaba a la admiración por escritores como Borges, sabía abrir los ojos al lenguaje popular, al lunfardo de la calle que circula en los cuentos y las novelas de Roberto Arlt. Es por eso que, cuando hablo de etapas en mi camino, no hay que entenderlas nunca de una manera excesivamente compartimentada: me estaba moviendo en esa época en un mundo estético y estetizante pero creo que ya tenía en las manos o en la imaginación elementos que venían de otros lados y que todavía necesitarían tiempo para dar sus frutos. Eso lo sentí en mí mismo poco a poco, cuando empecé a vivir en Europa.

Siempre he escrito sin saber demasiado por qué lo hago, movido un poco por el azar, por una serie de casualidades: las cosas me llegan como un pájaro que puede pasar por la ventana. En Europa continué escribiendo cuentos de tipo estetizante y muy imaginativos, prácticamente todos de tema fantástico. Sin darme cuenta, empecé a tratar temas que se separaron de ese primer momento de mi trabajo. En esos años escribí un cuento muy largo, quizá el más largo que he escrito, "El perseguidor", que en sí mismo no tiene nada de fantástico pero en cambio tiene algo que se convertía en importante para mí: una presencia humana, un personaje de carne y hueso, un músico de jazz que sufre, sueña, lucha por expresarse y sucumbe aplastado por una fatalidad que lo persiguió toda su vida. (Los que lo han leído saben que estoy hablando de Charlie Parker, que en el cuento se llama Johnny Carter.) Cuando terminé ese cuento y fui su primer lector, advertí que de alguna manera había salido de una órbita y estaba tratando de entrar en otra. Ahora el personaje se convertía en el centro de mi interés mientras que en los cuentos que había escrito en Buenos Aires los personajes estaban al servicio de lo fantástico como figuras para que lo fantástico pudiera irrumpir; aunque pudiera tener simpatía o cariño por determinados personajes de esos cuentos, era muy relativo: lo que verdaderamente me importaba era el mecanismo del cuento, sus elementos finalmente estéticos, su combinatoria literaria con todo lo que puede tener de hermoso, de maravilloso y de positivo. En la gran soledad en que vivía en París de golpe fue como estar empezando a descubrir a mi prójimo en la figura de Johnny Carter, ese músico negro perseguido por la desgracia cuyos balbuceos, monólogos y tentativas inventaba a lo largo de ese cuento.

Ese primer contacto con mi prójimo -creo que tengo derecho a utilizar el término-, ese primer puente tendido directamente de un hombre a otro, de un hombre a un conjunto de personajes, me llevó en esos años a interesarme cada vez más por los mecanismos psicológicos que se pueden dar en los cuentos y en las novelas, por explorar y avanzar en ese territorio -que es el más fascinante de la literatura al fin y al cabo- en que se combina la inteligencia con la sensibilidad de un ser humano y determina su conducta, todos sus juegos en la vida, todas sus relaciones y sus interrelaciones, sus dramas de vida, de amor, de muerte, su destino; su historia, en una palabra. Cada vez más deseoso de ahondar en ese campo de la psicología de los personajes que estaba imaginando, surgieron en mí una serie de preguntas que se tradujeron en dos novelas, porque los cuentos no son nunca o casi nunca problemáticos: para los problemas están las novelas, que los plantean y muchas veces intentan soluciones. La novela es ese gran combate que libra el escritor consigo mismo porque hay en ella todo un mundo, todo un universo en que se debaten juegos capitales del destino humano, y si uso el término destino humano es porque en ese momento me di cuenta de que yo no había nacido para escribir novelas psicológicas o cuentos psicológicos como los hay y por cierto tan buenos. El solo hecho de manejar elementos en la vida de algunos personajes no me satisfacía lo suficiente. Ya en "El perseguidor", con toda su torpeza y su ignorancia, Johnny Carter se plantea problemas que podríamos llamar "últimos". Él no entiende la vida y tampoco entiende la muerte, no entiende por qué es un músico, quisiera saber por qué toca como toca, por qué le suceden las cosas que le suceden. Por ese camino entré en eso que con un poco de pedantería he calificado de etapa metafísica, es decir, una autoindagación lenta, difícil y muy primaria -porque yo no soy un filósofo ni estoy dotado para la filosofía- sobre el hombre, no como simple ser viviente y actuante sino como ser humano, como ser en el sentido filosófico, como destino, como camino dentro de un itinerario misterioso.

Esta etapa que llamo metafísica a falta de mejor nombre se fue cumpliendo sobre todo a lo largo de dos novelas. La primera, que se llama Los premios, es una especie de divertimento; la segunda quiso ser algo más que un divertimento y se llama Rayuela. En la primera intenté presentar, controlar, dirigir un grupo importante y variado de personajes. Tenía una preocupación técnica, porque un escritor de cuentos -como lectores de cuentos, ustedes lo saben bien- maneja un grupo de personajes lo más reducido posible por razones técnicas: no se puede escribir un cuento de ocho páginas en donde entren siete personas ya que llegamos al final de las ocho páginas sin saber nada de ninguna de las siete, y obligadamente hay una concentración de personajes como hay también una concentración de muchas otras cosas. La novela en cambio es realmente el juego abierto, y en Los premios me pregunté si dentro de un libro de las dimensiones habituales de una novela sería capaz de presentar y tener un poco las riendas mentales y sentimentales de un número de personajes que al final, cuando los conté, resultaron ser dieciocho. ¡Ya es algo! Fue, si ustedes quieren, un ejercicio de estilo, una manera de demostrarme a mí mismo si podía o no pasar a la novela como género. Bueno, me aprobé; con una nota no muy alta pero me aprobé en ese examen. Pensé que la novela tenía los suficientes elementos como para darle atracción y sentido, y allí, en muy pequeña escala todavía, ejercité esa nueva sed que se había posesionado de mí, esa sed de no quedarme solamente en la psicología exterior de la gente y de los personajes de los libros sino ir a una indagación más profunda del hombre como ser humano, como ente, como destino. En Los premios eso se esboza apenas en algunas reflexiones de uno o dos personajes.

A lo largo de unos cuantos años escribí Rayuela y en esa novela puse directamente todo lo que en ese momento podía poner en ese campo de búsqueda e interrogación. El personaje central es un hombre como cualquiera de todos nosotros, realmente un hombre muy común, no mediocre pero sin nada que lo destaque especialmente; sin embargo, ese hombre tiene -como ya había tenido Johnny Carter en "El perseguidor"- una especie de angustia permanente que lo obliga a interrogarse sobre algo más que su vida cotidiana y sus problemas cotidianos. Horacio Oliveira, el personaje de Rayuela, es un hombre que está asistiendo a la historia que lo rodea, a los fenómenos cotidianos de luchas políticas, guerras, injusticias, opresiones y quisiera llegar a conocer lo que llama a veces "la clave central", el centro que ya no sólo es histórico sino también filosófico, metafísico, y que ha llevado al ser humano por el camino de la historia que está atravesando, del cual nosotros somos el último y presente eslabón. Horacio Oliveira no tiene ninguna cultura filosófica -como su padre- y simplemente se hace las preguntas que nacen de lo más hondo de la angustia. Se pregunta muchas veces cómo es posible que el hombre como género, como especie, como conjunto de civilizaciones, haya llegado a los tiempos actuales siguiendo un camino que no le garantiza en absoluto el alcance definitivo de la paz, la justicia y la felicidad, por un camino lleno de azares, injusticias y catástrofes en que el hombre es el lobo del hombre, en que unos hombres atacan y destrozan a otros, en que justicia e injusticia se manejan muchas veces como cartas de póquer. Horacio Oliveira es el hombre preocupado por elementos ontológicos que tocan al ser profundo del hombre: ¿Por qué ese ser preparado teóricamente para crear sociedades positivas por su inteligencia, su capacidad, por todo lo que tiene de positivo, no lo consigue finalmente o lo consigue a medias, o avanza y luego retrocede? (Hay un momento en que la civilización progresa y luego cae bruscamente, y basta con hojear el Libro de la Historia para asistir a la decadencia y a la ruina de civilizaciones que fueron maravillosas en la Antigüedad.) Horacio Oliveira no se conforma con estar metido en un mundo que le ha sido dado prefabricado y condicionado; pone en tela de juicio cualquier cosa, no acepta las respuestas habitualmente dadas, las respuestas de la sociedad x o de la sociedad z, de la ideología a o de la ideología b.

Esa etapa histórica suponía romper el individualismo y el egoísmo que hay siempre en las investigaciones del tipo que hace Oliveira, ya que él se preocupa de pensar cuál es su propio destino en tanto destino del hombre pero todo se concentra en su propia persona, en su felicidad y su infelicidad. Había un paso que franquear: el de ver al prójimo no sólo como el individuo o los individuos que uno conoce sino también verlo como sociedades enteras, pueblos, civilizaciones, conjuntos humanos. Debo decir que llegué a esa etapa por caminos curiosos, extraños y a la vez un poco predestinados. Había seguido de cerca con mucho más interés que en mi juventud todo lo que sucedía en el campo de la política internacional en aquella época: estaba en Francia cuando la guerra de liberación de Argelia y viví muy de cerca ese drama que era al mismo tiempo y por causas opuestas un drama para los argelinos y para los franceses. Luego, entre el año 59 y el 61, me interesó toda esa extraña gesta de un grupo de gente metida en las colinas de la isla de Cuba que estaban luchando para echar abajo un régimen dictatorial. (No tenía aún nombres precisos: a esa gente se los llamaba "los barbudos" y Batista era un nombre de dictador en un continente que ha tenido y tiene tantos.) Poco a poco, eso tomó para mí un sentido especial. Testimonios que recibí y textos que leí me llevaron a interesarme profundamente por ese proceso, y cuando la Revolución cubana triunfó a fines de 1959, sentí el deseo de ir. Pude ir -al principio no se podía- menos de dos años después. Fui a Cuba por primera vez en 1961 como miembro del jurado de la Casa de las Américas que se acababa de fundar. Fui a aportar la contribución del único tipo que podía dar, de tipo intelectual, y estuve allí dos meses viendo, viviendo, escuchando, aprobando y desaprobando según las circunstancias. Cuando volví a Francia traía conmigo una experiencia que me había sido totalmente ajena: durante casi dos meses no estuve metido con grupos de amigos o con cenáculos literarios; estuve mezclándome cotidianamente con un pueblo que en ese momento se debatía frente a las peores dificultades, al que le faltaba todo, que se veía preso en un bloqueo despiadado y sin embargo luchaba por llevar adelante esa autodefinición que se había dado a sí mismo por la vía de la revolución. Cuando volví a París eso hizo un lento pero seguro camino. Habían sido invitaciones de pasaporte para mí y nada más, señas de identidad y nada más. En ese momento, por una especie de brusca revelación -y la palabra no es exagerada-, sentí que no sólo era argentino: era latinoamericano, y ese fenómeno de tentativa de liberación y de conquista de una soberanía a la que acababa de asistir era el catalizador, lo que me había revelado y demostrado que no solamente yo era un latinoamericano que estaba viviendo eso de cerca sino que además me mostraba una obligación, un deber. Me di cuenta de que ser un escritor latinoamericano significaba fundamentalmente que había que ser un latinoamericano escritor: había que invertir los términos y la condición de latinoamericano, con todo lo que comportaba de responsabilidad y deber, había que ponerla también en el trabajo literario. Creo entonces que puedo utilizar el nombre de etapa histórica, o sea de ingreso en la historia, para describir este último jalón en mi camino de escritor.

Si han podido leer algunos libros míos que abarquen esos períodos, verán muy claramente reflejado lo que he tratado de explicar de una manera un poco primaria y autobiográfica, verán cómo se pasa del culto de la literatura por la literatura misma al culto de la literatura como indagación del destino humano y luego a la literatura como una de las muchas formas de participar en los procesos históricos que a cada uno de nosotros nos concierne en su país. Si les he contado esto -e insisto en que he hecho un poco de autobiografía, cosa que siempre me avergüenza- es porque creo que ese camino que seguí es extrapolable en gran medida al conjunto de la actual literatura latinoamericana que podemos considerar significativa. En el curso de las últimas tres décadas la literatura de tipo cerradamente individual que naturalmente se mantiene y se mantendrá y que da productos indudablemente hermosos e indiscutibles, esa literatura por el arte y la literatura misma ha cedido terreno frente a una nueva generación de escritores mucho más implicados en los procesos de combate, de lucha, de discusión, de crisis de su propio pueblo y de los pueblos en conjunto. La literatura que constituía una actividad fundamentalmente elitista y que se autoconsideraba privilegiada (todavía lo hacen muchos en muchos casos) fue cediendo terreno a una literatura que en sus mejores exponentes nunca ha bajado la puntería ni ha tratado de volverse popular o populachera llenándose con todo el contenido que nace de los procesos del pueblo de donde pertenece el autor. Estoy hablando de la literatura más alta de la que podemos hablar en estos momentos, la de Asturias, Vargas Llosa, García Márquez, cuyos libros han salido plenamente de ese criterio de trabajo solitario por el placer mismo del trabajo para intentar una búsqueda en profundidad en el destino, en la realidad, en la suerte de cada uno de sus pueblos. Por eso me parece que lo que me sucedió en el terreno individual y privado es un proceso que en conjunto se ha ido dando de la misma manera yendo de lo más (cómo decirlo, no me gusta la palabra elitista, pero en fin...), de lo más privilegiado, lo más refinado como actividad literaria, a una literatura que guardando todas sus calidades y todas sus fuerzas se dirige actualmente a un público de lectores que va mucho más allá que los lectores de la primera generación que eran sus propios grupos de clase, sus propias élites, aquellos que conocían los códigos y las claves y podían entrar en el secreto de esa literatura casi siempre admirable pero también casi siempre exquisita.

[...]

Conviene hacer una cosa bastante elemental al principio que es preguntarse qué es un cuento, porque sucede que todos los leemos (es un género que creo que se vuelve cada día más popular; en algunos países lo ha sido siempre y en otros va ganando camino después de haber sido rechazado por motivos bastantes misteriosos que los críticos buscan deslindar) pero en definitiva es muy difícil intentar una definición de cuento. Hay cosas que se niegan a la definición; creo, y en este sentido me gusta extremar ciertos caminos mentales, que en el fondo nada se puede definir. El diccionario tiene una definición para cada cosa; cuando son cosas muy concretas, la definición es tal vez aceptable, pero muchas veces a lo que tomamos por definición yo lo llamaría una aproximación. La inteligencia se maneja con aproximaciones y establece relaciones y todo funciona muy bien, pero frente a ciertas cosas la definición se vuelve verdaderamente muy difícil. Es el caso muy conocido de la poesía. ¿Quién ha podido definir la poesía hasta hoy? Nadie. Hay dos mil definiciones que vienen desde los griegos que ya se preocupaban por el problema, y Aristóteles tiene nada menos que toda una Poética para eso, pero no hay una definición de la poesía que a mí me convenza y sobre todo que convenza a un poeta. En el fondo el único que tiene razón es ese humorista español -creo- que dijo que la poesía es eso que se queda afuera cuando hemos terminado de definir la poesía: se escapa y no está dentro de la definición. Con el cuento no pasa exactamente lo mismo pero tampoco es un género fácilmente definible. Lo mejor es acercarnos muy rápida e imperfectamente desde un punto de vista cronológico.

La narrativa del cuento, tal como se lo imaginó en otros tiempos y tal y como lo leemos y lo escribimos en la actualidad, es tan antigua como la humanidad. Supongo que en las cavernas las madres y los padres les contaban cuentos a los niños (cuentos de bisontes, probablemente). El cuento oral se da en todos los folclores. África es un continente maravilloso para los cuentos orales, los antropólogos no se cansan de reunir enormes volúmenes con miles y miles, algunos de una fantasía y una invención extraordinarias que se transmiten de padres a hijos. La Antigüedad conoce el cuento como género literario y la Edad Media le da una categoría estética y literaria bien definida, a veces en forma de apólogos destinados a ilustrar elementos religiosos, otras veces morales. Las fábulas, por ejemplo, nos vienen desde los griegos y son un mecanismo de pequeño cuento, un relato que se basta a sí mismo, algo que sucede entre dos o tres animales, que empieza, tiene su fin y su reflexión moralista. El cuento tal como lo entendemos ahora no aparece de hecho hasta el siglo XIX. Hay a lo largo de la historia elementos de cuentística verdaderamente maravillosos. Piensen ustedes en Las mil y una noches, una antología de cuentos, la mayoría de ellos anónimos, que un escriba persa recogió y les dio calidad estética; ahí hay cuentos con mecanismos sumamente complejos, muy modernos en ese sentido. En la Edad Media española hay un clásico, El Conde Lucanor del Infante Juan Manuel, que contiene algunos de antología. En el siglo XVIII se escriben cuentos en general sumamente largos, que divagan un poco en un territorio más de novela que de cuento; pienso por ejemplo en los de Voltaire: Zadig, Cándido, ¿son cuentos o pequeñas novelas? Suceden muchas cosas, hay un desarrollo que casi se podría dividir en capítulos y finalmente son novelitas más que cuentos largos. Cuando nos metemos en el siglo XIX el cuento adquiere de golpe su carta de ciudadanía, más o menos paralelamente en el mundo anglosajón y en el francés. En el mundo anglosajón surgen en la segunda mitad del siglo XIX escritores para quienes el cuento es un instrumento literario de primera línea que atacan y llevan a cabo con un rigor extraordinario. En Francia bastaría citar a Mérimée, a Villiers de l'Isle-Adam y tal vez por encima de todos ellos a Maupassant, para ver cómo el cuento se ha convertido en un género moderno. En nuestro siglo entra ya con todos los elementos, las condiciones y las exigencias por parte del escritor y del lector. Vivimos hoy en una época en la que no aceptamos que "nos hagan el cuento", como dirían los argentinos: aceptamos que nos den buenos cuentos, que es una cosa muy diferente.

Si a través de este paseo a vuelo de pájaro andamos buscando una aproximación, si no una definición del cuento, lo que vamos viendo es en general una especie de reducción: el cuento es una cosa muy vaga, muy esfumada, que abarca elementos de un desarrollo no siempre muy ceñido que a lo largo del siglo XIX y ahora en nuestro siglo adopta sus características que podemos considerar definitivas (en la medida en que puede haber algo definitivo en literatura, porque el cuento tiene una elasticidad equiparable a la de la novela en cierto sentido y, en manos de nuevos cuentistas que pueden estar trabajando en este mismo momento, puede dar un viraje y mostrarse desde otro ángulo y con otras posibilidades. Mientras eso no suceda, tenemos delante de nosotros una cantidad enorme de cuentistas mundiales y, en el caso que nos interesa especialmente, una cantidad muy grande y muy importante de cuentistas latinoamericanos).

¿Cuáles son las características en general del cuento, ya que decimos que no vamos a poder definirlo exactamente? Si hacemos el enfoque primario -o sea el fondo del cuento, su razón de ser, el tema, y la forma-, por lo que se refiere al tema la variedad del cuento moderno es infinita: puede ocuparse de temas absolutamente realistas, psicológicos, históricos, costumbristas, sociales... Su campo es perfectamente apto para hacer frente a cualquiera de estos temas, y pensando en el camino de la imaginación pura, se abre con toda libertad para la ficción total en los cuentos que llamamos fantásticos, los cuentos de lo sobrenatural donde la imaginación modifica las leyes naturales, las transforma y presenta el mundo de otra manera y bajo otra luz. La gama es inmensa incluso si nos situamos únicamente en el sector del cuento realista típico, clásico: por un lado podemos tener un cuento de D. H. Lawrence o de Katherine Mansfield, con sus delicadas aproximaciones psicológicas al destino de sus personajes; por otro lado podemos tener un cuento del uruguayo Juan Carlos Onetti que puede describir un momento perfectamente real -diría incluso realista- de una vida y que, siendo en el fondo una temática equivalente a la de Lawrence o a la de Katherine Mansfield, es totalmente distinto. Se abre así el abanico de su riqueza de posibilidades. Ya se dan cuenta ustedes de que por la temática no vamos a poder atrapar al cuento por la cola, porque cualquier cosa entra en el cuento: no hay temas buenos ni malos en el cuento. (No hay temas buenos ni malos en ninguna parte de la literatura, todo depende de quién y cómo lo trata. Alguien decía que se puede escribir sobre una piedra y hacer una cosa fascinante siempre que el que escriba se llame Kafka.)

Desde el punto de vista temático es difícil encontrar criterios para acercarnos a la noción de cuento, en cambio creo que vamos a estar más cerca porque ya se refiere un poco a nuestro trabajo futuro si buscamos por el lado de lo que se llama en general forma, aunque a mí me gustaría usar la palabra estructura, que no uso en el sentido del estructuralismo, o sea de ese sistema de crítica y de indagación con el cual tanto se trabaja en estos días y del cual yo no conozco nada. Hablo de estructura como podríamos decir la estructura de esta mesa o de esta taza; es una palabra que me parece un poco más rica y más amplia que la palabra forma porque estructura tiene además algo de intencional: la forma puede ser algo dado por la naturaleza y una estructura supone una inteligencia y una voluntad que organizan algo para articularlo y darle una estructura.
Por el lado de la estructura podemos acercarnos un poco más al cuento porque, si me permiten una comparación no demasiado brillante pero sumamente útil, podríamos establecer dos pares comparativos: por un lado tenemos la novela y por otro, el cuento. Grosso modo sabemos muy bien que la novela es un juego literario abierto que puede desarrollarse al infinito y que según las necesidades de la trama y la voluntad del escritor en un momento dado se termina, no tiene un límite preciso. Una novela puede ser muy corta o casi infinita, algunas novelas terminan y uno se queda con la impresión de que el autor podría haber continuado, y algunos continúan porque años después escriben una segunda parte. La novela es lo que Umberto Eco llama la "obra abierta": es realmente un juego abierto que deja entrar todo, lo admite, lo está llamando, está reclamando el juego abierto, los grandes espacios de la escritura y de la temática. El cuento es todo lo contrario: un orden cerrado. Para que nos deje la sensación de haber leído un cuento que va a quedar en nuestra memoria, que valía la pena leer, ese cuento será siempre uno que se cierra sobre sí mismo de una manera fatal.

Alguna vez he comparado el cuento con la noción de la esfera, la forma geométrica más perfecta en el sentido de que está totalmente cerrada en sí misma y cada uno de los infinitos puntos de su superficie son equidistantes del invisible punto central. Esa maravilla de perfección que es la esfera como figura geométrica es una imagen que me viene también cuando pienso en un cuento que me parece perfectamente logrado. Una novela no me dará jamás la idea de una esfera; me puede dar la idea de un poliedro, de una enorme estructura. En cambio el cuento tiende por autodefinición a la esfericidad, a cerrarse, y es aquí donde podemos hacer una doble comparación pensando también en el cine y en la fotografía: el cine sería la novela y la fotografía, el cuento. Una película es como una novela, un orden abierto, un juego donde la acción y la trama podrían o no prolongarse; el director de la película podría multiplicar incidentes sin malograrla, incluso acaso mejorándola; en cambio, la fotografía me hace pensar siempre en el cuento. Alguna vez hablando con fotógrafos profesionales he sentido hasta qué punto esa imagen es válida porque el gran fotógrafo es el hombre que hace esas fotografías que nunca olvidaremos -fotos de Stieglitz, por ejemplo, o de Cartier-Bresson- en que el encuadre tiene algo de fatal: ese hombre sacó esa fotografía colocando dentro de los cuatro lados de la foto un contenido perfectamente equilibrado, perfectamente arquitectado, perfectamente suficiente, que se basta a sí mismo pero que además -y eso es la maravilla del cuento y de la fotografía- proyecta una especie de aura fuera de sí misma y deja la inquietud de imaginar lo que había más allá, a la izquierda o a la derecha. Para mí las fotografías más reveladoras son aquellas en que por ejemplo hay dos personajes, el fondo de una casa y luego quizá a la izquierda, donde termina la foto, la sombra de un pie o de una pierna. Esa sombra corresponde a alguien que no está en la foto y al mismo tiempo la foto está haciendo una indicación llena de sugestiones, apelando a nuestra imaginación para decirnos: "¿Qué había allí después?". Hay una atmósfera que partiendo de la fotografía se proyecta fuera de ella y creo que es eso lo que les da la gran fuerza a esas fotos que no son siempre técnicamente muy buenas ni más memorables que otras; las hay muy espectaculares que no tienen esa aureola, esa aura de misterio. Como el cuento, son al mismo tiempo un extraño orden cerrado que está lanzando indicaciones que nuestra imaginación de espectadores o de lectores puede recoger y convertir en un enriquecimiento de la foto.

Ahora, por el hecho de que el cuento tiene la obligación interna, arquitectónica, de no quedar abierto sino de cerrarse como la esfera y guardar al mismo tiempo una especie de vibración que proyecta cosas fuera de él, ese elemento que vamos a llamar fotográfico nace de otras características que me parecen indispensables para el logro de un cuento memorable o perdurable. Es muy difícil definir esos elementos. Podría hablar, y lo he hecho ya alguna vez, de intensidad y de tensión. Son elementos que parecen caracterizar el trabajo del buen cuentista y hacen que haya cuentos absolutamente inolvidables como los mejores de Edgar Allan Poe. "El tonel de amontillado", por ejemplo, es una pequeña historia de apariencia común, un cuento que tiene menos de cuatro páginas en el que no hay ningún preámbulo, ningún rodeo. En la primera frase estamos metidos en el drama de una venganza que se va a cumplir fatalmente, con una tensión y una intensidad simultáneas porque se siente el lenguaje de Poe tendido como un arco: cada palabra, cada frase ha sido minuciosamente cuidada para que nada sobre, para que solamente quede lo esencial, y al mismo tiempo hay una intensidad de otra naturaleza: está tocando zonas profundas de nuestra psiquis, no solamente nuestra inteligencia sino también nuestro subconsciente, nuestro inconsciente, nuestra libido, todo lo que ahora se da en llamar "subliminal", los resortes más profundos de nuestra personalidad.


• Clases de literatura. Berkeley, 1980. Carles Álvarez Garriga (ed.)
Julio cortázar

EL CUENTO, GÉNERO VITAL


http://ficcionbreve.org/el-cuento-genero-vital-de-andres-marino-palacio/

Con motivo del Concurso de Cuentos abierto por el diario El Nacional, se ha despertado de improviso una pasión inusitada por esta delicada y deliciosa rama de la ficción. Conste, que existe mucho de oportunismo intelectual -y puede que material también- en ello, ya que hasta hace algunos meses, apenas dos o tres cuentistas se mantenían en actividad, y escribían y publicaban cotidianamente.

Ahora contemplamos perplejos y asombrados, con las pupilas en blanco, cómo nos asaltan en las calles, en las aceras apretadas de público, camaradas de letras que nunca hasta este instante presente habían osado ensuciar unas cuartillas para tratar de escribir un relato, y que hoy se sienten más cuentistas, más amantes del cuento, que el propio Maupassant o en quien éste haya reencarnado.

Admirable es el fervor pasajero de ciertos escritores de concursos -dignos de ser clasificados y premiados de una vez por todas por tratar de lograr un cuento perfecto, deslumbrante, una joya literaria, en mes y medio de creación y sin tener en su haber un constante estudio y una tenaz disciplina cuentística.

De todos modos, nos halaga como cuentista, este súbito e inesperado movimiento en favor del cuento. Ya que el olvido momentáneo a que se le tenía relegado en nuestras letras -y que quizás le convenía como sana depuración- podía degenerar en un atroz exclusivismo del género que sería fatal para su evolución.

Se ha llegado a discutir en estos días de temas muy interesantes como: ¿qué es el cuento? y acerca del cuento y la nacionalidad. En la página literaria de El Nacional, realizó una encuesta el poeta Carlos Augusto León, y pese a que ninguno de los que contestaron pudo dar una definición más o menos aproximada y más o menos cierta, ya que hubo cierto extravío y cierto afán de originalidad, las distintas opiniones coincidieron en puntos básicos y elementales para la natural definición del cuento como género vital y eminentemente humano.

II

Uno de los mayores problemas para el jurado del citado concurso, será dilucidar el premio entre los cuentos que responden a tendencias literarias distintas como las del 28, 38 y 45. Y además, ciertos relatos donde se trata de volcar el sentido introspectivo de la ficción, por medio del uso y empleo de las sugerencias permitidas por el subconsciente y los crecientes adelantos del género como entidad universal.

Existen en Venezuela tres marcadas tendencias cuentísticas en la actualidad, y que podríamos clasificar más o menos aproximadamente en esta forma: 1º) El cuento árido, macizo, seco, con proyeciones sociales y casi matizadas de un naturalismo intelectual, representado por Pocaterra, y en fase ya más elevada por Meneses y Fabbiani Ruiz. 2º) El cuento ya como elemento de lirismo y metaforización, en su primera fase representado por un Carlos Eduardo Frías, Uslar Pietri y Salazar Domínguez, y finalmente por Rivas Mijares -que se acerca más a Pocaterra que a Uslar- y por Díaz Solís -más cerca de Uslar que de Pocaterra. 3º) La auténtica etapa de un cuento universalista, con sugerencias filosóficas y visiones psicológicas, que se hace valedero en Pedro Berroeta, González Paredes, Andrade Álvarez, Mariño Palacio, Márquez Salas y Héctor Mujica.

Esta clasificación, atiende solamente a identidad de ideales en la ficción y a similitud de estilos, puesto que existen cuentistas hondos y verticales -casi adelantados-, como Antonio Arráiz, Ramón Díaz Sánchez, Vicente Fuentes y Julio Garmendia, que no tienen clasificación posible dentro de las tres categorías citadas, y que por sí solos forman una personalísima e individual.

Confío, sin embargo, en el juicio certero y responsable de un jurado formado por tres mentalidades como las de García Maldonado -novelista-, Andrés Eloy Blanco -poeta- y Antonio Arráiz: novelista, poeta y cuentista.

III

El cuento -cuando se quiere ser realmente cuentista-, hay que entenderlo poeticamente, rendirle culto, inclinarse ante su forma apretada y densa, donde la vida parece terminar siempre y no termina nunca.
Esos cuentistas esporádicos, esas mariposas literarias, sólo traen con sus frívolas inclinaciones un agudo malestar para los que han hecho del arte de escribir cuentos una divina y vital profesión.

El cuento dentro de la ficción, es como el soneto en lo que respecta a la poeía: forma viva, hermosa, melódica, concreta, sintética y sencillamente humana y musical.

Como en forma tan acertada y bella ha dicho Juan Liscano, “la diferencia entre el cuentista y el poeta, consiste en que el poeta se enmarca a sí mismo, mientras que el cuentista enmarca a los hombres”. De allí, que los cuentos de Supervielle, de Faulkner, Poe, Zweig, Andreiev, tengan más puntos de contacto con la poesía y la humanidad que con la ficción y la preceptiva misma.

Cada escritor, cada cuentista, tiene sus personales métodos y sistemas para construir sus obras.

Es imposible decir: “Así se escribe un cuento”.

Cuentistas hay, que aprisionan un tema, lo maduran, le dan vuelta, lo convierten en núcleo vivo en el vivo cerebro, y sólo basta después expulsar paso a paso la esencia pura y magnífica del relato. Otros, escriben a primera instancia, rompen, modifican, cambian, varían, alteran, remiendan, y finalmente dan con el toque perfecto que pone punto final al momento de creación.

Es más o menos, una parodia a la vieja clasificación del creador en ovíparo y vivíparo.

IV

Para mi personal entender, la mejor, más exacta y acabada definición del cuento es la que formula el francés Claude Farrere en un brillante y terso estudio titulado Cómo hace un cuentista sus cuentos.

Ella dice así:

“Yo llamo cuento, un relato breve y de estilo vigoroso en el cual los hechos narrados desempeñan el principal papel y en el que los personajes puestos en acción no van más que bosquejados. Estos personajes tomarán su valor y su carácter de sus mismos hechos y de sus reacciones unos sobre otros”.

Apuntadas, señaladas, ciertamente definidas, valorizadas, desmenuzadas, enfocadas, están aquí, las condiciones fundamentales, básicas e indispensables de un cuento:

1º Un relato breve.
2º De estilo vigoroso.
3º Los hechos narrados desempeñan el principal papel.
4º Los personajes puestos en acción no van más que bosquejados.
5º Los personajes tomarán su valor y su carácter de sus mismos hechos y de sus reacciones unos sobre otros.

Lo de breve indica, por otra parte, concisión y condición de vigor en el relato. Ya que extender una narración por el mero y simple prurito de llenar cuartillas, es un grave pecado. Ahora bien, si un cuento tiene treinta cuartillas, y a través de ellas no ha decaído la fuerza del relato, es tan cuento como uno de cuatro o cinco. El ejemplo más claro lo tenemos en Zweig. En cualquiera de sus cuentos.

Concluyo este breve estudio acerca del cuento apuntando que la selección de temas, la formación intelectual y cultural del escritor, las investigaciones y experiencias que éste haya realizado en el campo de la ficción, su vocación e inclinaciones literarias, son las únicas causas que pueden hacer o deshacer a un buen cuentista.

Termino afirmando -y de acuerdo con el Padre Barnola- que en el mundo existen muchos buenos novelistas, pero muy pocos excelentes cuentistas…