lunes, 28 de octubre de 2013

INTERTEXTO, PALIMPSESTO, TRANSTEXTO, HIPERTEXTO



Intertextualidad, en literatura, es un vocablo emparentado con palimpsesto para identificar el proceso en que una obra literaria remite a otra(s). Pero el término no sólo se circunscribe a los meros estudios literarios, sino también a la semiótica, que cobija bajo su sombrilla del saber ramificaciones como la lingüística (Ferdinand de Saussure), la antropología (Claude Levi-Strauss) y hasta el mismo psicoanálisis (Jacques Lacan).

El intertexto, según lo define Helena Beristaín, es el conjunto de las unidades en que se manifiesta el fenómeno de la transtextualidad, “trascendencia textual del texto”, dado en la relación entre el texto analizado y otros textos leídos o escuchados, que se evocan consciente o inconscientemente o que se citan, ya sea parcial o totalmente, ya sea literalmente, ya sea renovados y metamorfoseados creativamente por el autor”.

Según Mijaíl Bajtín, la intertextualidad (a la que el crítico literario ruso no asigna nombre) “rige la orientación del enunciado literario mismo, orientado hacia la interacción histórica entre el sujeto de la enunciación y todos los posibles puntos de referencia y destinatarios, a lo largo y ancho de la dimensión temporal y espacial del contexto”.


Por su parte, el crítico francés Gérard Genette define intertextualidad cómo “todo lo que está en relación manifiesta o secreta con otros textos”. La intertextualidad siempre es connotativa, la connotación al ser transferida de un texto al otro se transforma, adquiere nuevos significados.

Los postmodernistas de finales del siglo XX, célebres por su oposición al racionalismo y a la ortodoxia, ponen en tela de juicio todos los valores proclamados por la llamada modernidad, sobreponiendo lo híbrido a lo puro, lo periférico a lo hegemónico, y destacando la autenticidad del palimpsesto. Lo puro es una falacia, proponen. ¿Y no es esto cierto? Trate de buscar, en rápido ejercicio mental, algo realmente puro en este universo. ¿Difícil? ¿Labor titánica? ¿Algún hallazgo?

La originalidad creativa de un texto no es afectada por la existencia de intertextos en el mismo, es decir, el carácter creativo de un autor no se define por los recursos que emplea en la creación de su obra, sino por el sello distintivo, o la nueva vida que le imparte a dicha obra.

Las “unidades”, tomándole prestado el vocablo a Beristaín, que palpitan en cualquier discurso con plena autonomía son cosas raras en todo proceso creativo, al menos, aquellas en que el enunciante ignora la presencia de referentes. Cada texto, cada discurso, es una voz revisitada por el escritor, que aunque parte de un epígono, se metamorfosea en lo disímil, cobrando su propia connotación y proyectando múltiples significados.

En “El Aleph”, por ejemplo, Jorge Luis Borges expresa: “Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten”.


Siempre habrá influencias ajenas, inconscientes o deliberadas, como herramientas de ese taller de ideas en que opera un artífice. Entonces, caben las interrogantes, ¿qué es realmente lo original?, ¿en qué estriba la originalidad?, ¿hasta qué punto somos palimpsestos de un panorama ya diseñado?

Los aportes de las ciencias del lenguaje, como la filosofía, la lingüística y la semiótica, con la herramienta de la intertextualidad y de los palimpsestos, nos ayudan a deconstruir y desmitificar las relaciones y distintas estrategias del funcionamiento de lo autoral, a lo largo de algunos de los paradigmas más significativos de la historia de la creación artística, donde los préstamos están a la orden del día: no pueden estar ausentes.

sábado, 26 de octubre de 2013

EL TIGRE ESTÁ EN LOS LIBROS


Nuria Amat

http://prodavinci.com/2013/10/22/artes/el-tigre-esta-en-los-libros-visiones-sobre-la-llamada-literaria-por-nuria-amat/

La literatura está hecha para el amor, dice Borges. Así lo he querido creer siempre. He pasado mi vida leyendo y escribiendo libros, fabulando sobre ellos y especulando a propósito de la muerte y resurrección de un objeto querido y, en ocasiones, también ridiculizado o quemado. He llegado a convertir a libros y a sus autores en personajes de novela. Amo los libros. Pero amo todavía más la misteriosa luz que desprenden las palabras escritas en sus páginas. Un nacimiento continuo de voces y mundos nuevos que sus autores crean movidos por un destino claro, entusiasta y honesto: Que la vida tiene sentido mientras la palabra escrita permanezca.

A este oficio de ensartar palabras decidí consagrar mi vida. El libro fue el tigre borgiano de mi leyenda personal cuando aun no había aprendido a leer sus páginas. Si bien las leía a mi modo. Inventando señales a partir de las líneas negras y dudosas que su piel amarillenta reflejaba. Escribir y leer ha sido un feliz subterfugio para poder hablar con mis queridos ausentes y sigue siendo pasaporte de llegada y salida de afectos perdurables. Algunos de mis libros (novelas incluidas) llevan los siguientes títulos: El ladrón de libros, El libro mundo, Todos somos Kafka, Letra Herida, El lenguaje del silencio y Escribir y callar. Cuando apareció el primero, en 1988, nadie, salvo alguna excepción lectora, fue capaz de entender que hubiera escrito un libro sobre fanatismos librescos a los que me atrevía añadir ciertos elementos de la vida íntima. Estuve a punto, sin embargo, de conseguir un posible lector devoto. En una pequeña librería de mi barrio robaron un ejemplar de El ladrón de libros frente a los ojos del kiosquero que al advertirlo salió corriendo a detener al pobre ladrón convencido éste de que se estaba llevando un manual de robo en librerías. En el medio universitario en el que era profesora de Documentación y Nuevas Tecnologías ninguno de mis colegas bibliotecarios se dio nunca por aludido de la existencia de este objeto rectangular con foto incluida y firmado por alguien perteneciente al claustro. Mi libro, además de extraño, parecía haber adquirido el atributo de la invisibilidad. Cosa, por otro lado, nada sorprendente. Una alumna se atrevió a preguntarme si yo era la autora del libro invisible y de ser así, se interesó por saber si lo que contaba en el libro reflejaba mi vida verdadera. Ella opinaba que sí. Se trataba de un libro sobre bibliómanos asesinos. Y yo no estaba tan segura como para rebatirle lo contrario.

Cuando el gran Borges, muerto de ostracismo y desánimo, trabajó unos años en la biblioteca municipal Miguel Canet de Buenos Aires (que por supuesto, he visitado) otro empleado y colega suyo, al descubrir en una enciclopedia el nombre del bibliotecario que tenía al lado se sintió obligado a realizar esta obra caritativa con su colega: “Fíjese, Borges, hay otro tipo que lleva su nombre y es escritor”. Esta anécdota ocurrida al maestro Borges, bibliotecario, me confortó durante aquellos años también difíciles para mi.

Pueden creerme cuando digo que escribir estas novelas calificadas de raras en la época, no obedecía a ningún propósito pensado de antemano fuera de la exploración de mi propio compromiso creativo. Cada libro mío ha surgido como efecto de una llamada involuntaria. Llámese musa, eureka o iluminación llegada no solo por la suerte de ser tocada por el encantamiento mágico, sino también por una necesidad emotiva personal y un deseo intelectual propiciatorios. No era para nada consciente, entonces, de que una parte de mi obra podía ser clasificada con la etiqueta de meta literatura. Claro que entre mis autores preferidos del momento estaban Barthes, Calvino, Canetti, Woolf, Blanchot y sus profecías respectivas sobre la muerte del autor, el fin del libro y el placer sagrado para algunos de poder resucitar un texto. Si escribía historias reales o imaginarias de escritores, era seguro para sentirme acompañada y en perfecta concordia con las letras. El camino de mi escritura, siempre tan solitario, seguía el camino de mis lecturas y afectos literarios. Reclamaba con ser comprendida por mis maestros, guiada por ellos, al tiempo que también buscaba con apremio poner mi grano de arena para evitar que fueran enterrados en el magma de lo ya se presentía como la invasión de una nueva literatura, más comercial y expeditiva que propiamente literaria. Debía sentir, además, alguna necesidad esencial de inmortalizar las voces de los grandes con la mía propia, protegerme en ellas, o mejor, trascenderlas a la manera del antiguo escriba que garabateaba a todas horas las palabras dictadas por una invención llamada biblioteca.

Uno de mis autores favoritos fue Borges. Borges y su maravilloso descubrimiento del tigre. El tigre fue siempre una obsesión para Borges. La luz que guiará su vocación de escritor. Viene a significar el símbolo más hermoso de su biografía literaria debido a que el tigre encarnará la literatura que ama y, en consecuencia, la literatura que fundará a partir del impacto de ese encuentro de la infancia. Desde aquel día en el zoológico de Palermo, paseando de niño con su hermana Norah, el tigre será para Borges la luz que guiará su vocación de escritor. El símbolo más hermoso de su biografía literaria, el más real, de carne y hueso, pues a diferencia de bibliotecas, péndulos, jardines imaginarios, etc, el tigre de Borges está vivo y está muerto. “Al tigre de los símbolos”, de la literatura, Borges quiere oponer el tigre de verdad, el de caliente sangre pero sufre por ello porque solo el hecho de nombrarlo (o sea: escribirlo) se vuelve ficción y debe seguir buscando el real. Es decir: debe seguir escribiendo.

Recuerden algunos versos del poema: El otro tigre.

“Pienso en un tigre. La penumbra exalta
La vasta Biblioteca laboriosa
Y parece alejar los anaqueles;…..
Desde esta casa de un remoto puerto
De América del Sur, te sigo y sueño,
Oh tigre de los márgenes del Ganges.
Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
Que el tigre vocativo de mi verso
Es un tigre de símbolos y sombras,
Una serie de tropos literarios
Y de memorias de la Enciclopedia…”
“Después”, (nos advierte) “vendrán otros tigres”.

Basta con recurrir a su obra para darnos cuenta donde se encuentran precisamente estos tigres y hasta que punto el tigre será la metáfora más personal, por no decir afectiva, del mundo literario del escritor.
Veamos cómo Borges titula el poema: El otro tigre. Detalle inevitable que lleva a pensar en el famoso relato El otro Borges. El Borges que escribe los libros, el inmortal, al que le ocurren las cosas mientras que el primer Borges, lector, bibliotecario y mortal, se deja vivir para que el otro Borges pueda tramar su literatura.
¿El otro tigre es en realidad el otro Borges? Mucho me temo que sí. ¿Cuál de los dos escribe este poema? ¿Cuál de los dos tigres?

Me gusta pensar que los tigres de Borges son las voces literarias raptadas por el deseo de la palabra y que de forma ineludible, como Hamlet en su monólogo, se interrogan el seguir existiendo o no de la literatura que bien tiende a desaparecer como los tigres de la ficción borgeana.

El tigre de Borges, en verdad, la llamada de Borges a su vocación de escritor.
Y también como el autor argentino, los escritores saben (o sabían, porque hoy las cosas han cambiado) que literatura y vida son inseparables al punto que dedican parte de su obra a explicar su ser o no ser en la literatura.

¿Qué es, entonces, la literatura? Para los grandes maestros, literatura es aliento de vida. Una especie de camino de perfección. Lo primero y lo sagrado de cualquier cosa. Para los nuevos escritores la respuesta parece ser distinta. El antiguo camino espiritual se ha desvirtuado bastante y priman en el oficio otras razones más materiales y difusas. Vamos a revisarlo a partir de los testimonios de dos autores de excepción como son Franz Kafka y Jean Paul Sartre.

Kafka, en sus cartas a su prometida Felice, le dirá una y otra vez, hasta que su enamorada lo entienda, que escribir es un obstáculo para la felicidad común. En realidad, le está confesando que su vocación de entrega absoluta a la devoción literaria no le permite atarse a un matrimonio y a los deberes compartidos que ello conlleva. Escribir es un trabajo de ermitaño. ¿Por qué escribe, entonces? Kafka responde a la pregunta en forma de alegato: “Toda mi forma de vida está centrada en la vocación literaria”. Y sigue; “Mi felicidad, mi habilidad y cualquier otra posibilidad de ser útil de alguna forma se encuentra desde siempre en lo literario. No se trata de una tendencia a escribir, queridísima Felice, no una tendencia, sino yo mismo”.

No se puede ser más claro y preciso, ante una futura esposa que, lejos de deprimirse, saldrá corriendo del peligro.

Con su amante Milena, Kafka será más explícito. Le hablará de igual a igual cuando le dice: “Y de continuo busco comunicar algo no comunicable, explicar algo inexplicable, hablar de algo que llevo en los huesos y que solo puede ser vivido en estos huesos”.

Años después, en 1948, Jean Paul Sartre dedicará un libro entero, aparte de coloquios y entrevistas posteriores, a responder a la famosa pregunta sobre el significado de la literatura si bien el autor de la pequeña joya titulada Las Palabras, se apartará de la idea romántica que implica la respuesta con un sencilla aunque trascendente variante: ¿Para qué sirve la literatura? Bajo este título voluntariamente interesado Sartre expondrá sus teorías sin duda revolucionarias para la época..

Situémonos en el momento histórico. Acaba de terminar la Segunda Guerra mundial, el nazismo está presente y Europa sufre una crisis política y social en todos los sentidos. Una crisis que impulsa a los mejores a cuestionarse, por lo menos, sobre el papel del arte y el interés o no de continuar propiciando la existencia de un artista vocacional, pobre como una rata, para el que la inspiración y la obra son los únicos valores que han de prevalecer en su oficio.

Sartre considera anticuadas las inquietudes del literato tradicional a propósito de su arte que, advierte, seguirá enfermizo si no invoca la manera en la que el escritor y su libertad se relacionan con el propio arte literario. Aquí introduce el término libertad, como sabemos, tan preciado y al mismo tiempo manipulado. Pero añade otro concepto esencial. El tema del compromiso y la necesidad de otorgar con ello una dignidad a nuestra literatura.

Dicho en otras palabras:

El escritor deja de ser el Yo particular para convertirse en el Yo social y comprometido.
¿Qué más sucede con el Sartre revoltoso? En una conversación del filósofo con otro escritor de talla como Jorge Semprún, y publicada en Ruedo Ibérico en 1965, lo explica sin reservas.

“Siempre he pensado que si la literatura no lo era todo, no era nada. Y cuando digo todo, entiendo que la literatura debía darnos no solo una representación total del mundo –como pienso que Kafka la ha dado a su mundo- sino también que debía ser un estímulo de la acción, al menos por sus aspectos críticos”.

Sabemos hoy (y Sartre lo admitió después) que, salvo excepciones contadas, la literatura no puede estar condicionada a ningún otro compromiso que el propio del creador de la obra. Llámese compromiso histórico, político o productivo. Por cierto, este último proviene de un mercado editorial con el que Sartre, entonces, no contaba.
Pero, por suerte para los amantes de la literatura, las tesis de Sartre están llenas de contradicciones. El escritor se comprometió muchas veces en su vida. tantas como las ocasiones en que rompió sus compromisos.

Mencionaré una de sus rectificaciones de la cita anterior:

“Los peores artistas son los más comprometidos: ahí tiene a los pintores soviéticos”.

Y ya cansado de tener que pasar la vida defendiéndose de sus alborotadoras tesis sobre el compromiso ético del escritor, Sartre vuelve a desdecirse y a escribir:

“Y como los críticos me condenan en nombre de la literatura, sin decir jamás qué entienden por eso, la mejor respuesta que cabe darles es examinar el arte de escribir, sin prejuicios. ¿Qué es escribir? ¿Por qué se escribe? Para quien se escribe?. En realidad, insiste Sartre, parece que nadie ha formulado nunca estas preguntas”.
Voy a tratar de responder ni que solo sea a una de las tres incógnitas sugerida irónicamente por Sartre, ¿Por qué se escribe?

Hasta hace pocos años la escritura literaria obedecía a una necesidad existencial, un oficio de vivir, una manera de ver la vida, una conmoción mental, un sentirse transportado a ello, una iluminación, en suma: una vocación con todas las obligaciones que esta inspiración implica.

Grandes escritores han llegado a dar la vida por la literatura, como si tuvieran que pagar con su muerte el precio de haber sido víctimas y verdugos de la palabra. Pocos del oficio se acuerdan de la entrega absoluta del autor a una tarea solitaria en exceso, de los fracasos que el aspiración conlleva, de sus deseos siempre insatisfechos, de su angustia y, sobre todo, de su exasperada sensibilidad.

Hablar hoy de suicido por vocación literaria es una excentricidad. Hablar de estilo es enterrarse en vida. Y, sin embargo, motivos parecidos a los de Kafka son los que han inspirado a los autores universales. ¿Quién se acuerda de ellos? No han tiempo para enredos mentales teniendo en cuenta que los valores culturales reposan en los cementerios.

Todo apunta a que el escritor ha abandonado el deseo de crear una obra de arte y el deseo, consecuente, de trascender con la palabra. El placer de la obra misma, al margen de un posible éxito o del poco probable enriquecimiento económico, son despojos de otras épocas. Además, ahora, el triunfo debe de ser inmediato. Y la promoción y exigencia de ventas de libros priman sobre cualquier otra actividad literaria.

Da la impresión de que el duende, musa o voz visionaria que transporta al autor a textos inmortales se ha fundido en el rincón más oscuro del cuarto de trabajo, junto a los libros inservibles. El placer del texto, acuñado por Roland Barthes: goce y deseo de escritura dentro de un todo en un juego de seducción de la palabra escrita en el que implica al yo del lector que escribe con el tu del lector que lee, ha quedado como marca anacrónica de cierta clase de lectores obsoletos sobre todo porque este deseo del placer del texto obliga a un diálogo cultural del autor con los autores que le precedieron. Obliga a un trabajo de lectura profunda. Así era antes: cuando se leía más que se escribía. Ahora da la impresión de que se escribe más de lo que se lee. Porque lo que se sobrepone a todo proyecto de libro es el argumento de la novela por encima del tono o estilo narrativo. Como si las palabras fueran trampolines de salto para prosperar en la sorda embestida final en lugar de ser peones mágicos de un tablero de ajedrez infinito, nunca igual y siempre repetido.

Cuando el filosofo Walter Benjamin, refiriéndose a Kafka, escribió: “Franz es un santo”, aludía a la vocación sagrada con la que algunos aun distinguimos la literatura de la clase A de la literatura la clase B. Hoy dirían: “Franz es un chiflado”.

Ahora que todos somos escritores, lo importante será averiguar si de verdad el autor ha sabido conformar en su obra a su particular mirada.

LEER PARA VIVIR


Ana Teresa Torres
http://prodavinci.com/2013/10/23/artes/leer-para-vivir-por-ana-teresa-torres/

No podía ser más exacto el lema con el que se titula esta decimocuarta Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo: “El libro, ventana al mundo”. ¿Qué es la lectura sino la entrada a las ideas, el saber, la variedad, la composición, los colores del mundo? Quizá les parezca exagerado lo que voy a decir pero toda la vida está en los libros, en las palabras que los componen. No podemos vivir sin ellas, sin el lenguaje que nos denomina, nos identifica, nos permite las transacciones humanas; nos recoge en la historia, nos proyecta al futuro; nos da cuenta del presente. ¿Se imaginan un mundo sin palabras? Sería el universo desolado. Las personas somos en las palabras, nos constituimos en ellas, vivimos gracias a ellas. Desde tiempos milenarios los seres humanos comprendieron la necesidad de fijarlas, de establecerlas, de guardarlas, para luego, en fin, leerlas. Desde dos mil años antes de la era cristiana ya hubo unos escribanos que grabaron en arcilla los símbolos matemáticos. De las tabletas de arcilla a la tableta del Ipad. En el fondo es el mismo recorrido, la misma necesidad de establecer un espacio, físico o virtual, de papel o electrónico, donde podamos leer los signos de nuestra cultura. ¿Se imaginan un mundo sin signos? Sería el universo de la ignorancia. Nada sabríamos, nada podríamos conocer. El mundo estaría vacío delante de nosotros.

Una cierta manera de pensar ha impuesto la noción de que la lectura es un lujo, o por lo menos una actividad de ocio, que no sirve sino para llenar el tiempo inútil. Algo superfluo, en fin, que no representa lo más importante. Qué lastima, pienso, qué lastima que haya quienes transmiten esa equivocación. No les hagamos caso. No saben de lo que se pierden. Y qué suerte que haya, por el contrario, gente que organiza fiestas como esta feria para celebrar los libros; imprentas para producirlos; bibliotecas para conservarlos, librerías para comerciarlos, y hasta escritores para escribirlos. Somos más, no tengan ninguna duda, los que estamos convencidos de que la lectura es esencial para la vida. Y es que cuando pienso en leer no me refiero solamente a la literatura –después lo haré, por supuesto– sino al milagro que es el invento de la escritura: la posibilidad de que unos signos, que pueden ser arbitrarios, y diferentes según las lenguas y las culturas, contengan eso que llamamos el mundo: lo que existe, pero también lo que imaginamos que existe. No es solamente que los libros contengan información acerca de la realidad, es que al transmitir esa información, al producirse el fenómeno de que una persona aprende esa realidad mediante la lectura, todo su mundo interior, toda su vida se expande. Y eso puede ocurrir con un libro de química, o de astronomía, o de historia, o de poemas. El libro es probablemente un invento perfecto. Fíjense que los libros electrónicos tratan de parecerse a los de papel, de fabricar la ilusión de que seguimos pasando las páginas. Leer, nos dice la tecnología, atraviesa los siglos, encuentra nuevos formatos, pero se mantiene incólume en sus propósitos.
Les quiero contar una anécdota que viví hace aproximadamente un año, precisamente en una feria de libros en Caracas. Fue una conversación breve que sostuve con una persona que se me acercó después que terminé de firmar algunos ejemplares. Era una mujer de unos cuarenta años y en la conversación me di cuenta de que era alguien que valoraba mucho los libros y que con mucho esfuerzo había alcanzado un título de educación superior. Me contó también que su vida no había sido como la de las otras muchachas del barrio en el que nació. Yo no pude desaprovechar esta oportunidad y le pregunté cuál era la razón para que su vida fuera distinta. Leer, me dijo, los libros que pude leer. Como al mismo tiempo estaba relatando algunas señales de esa infancia era fácil comprender que su origen había sido de mucha pobreza, y la pregunta consiguiente era saber cómo había logrado acceder a los libros, quién se los daba. Resultó que un vecino trabajaba en una biblioteca y a veces se llevaba libros a su casa, y se los prestaba. Los libros me cambiaron la vida, dijo. Esto era precisamente lo que yo estaba buscando, que alguien me confirmara lo que siempre he pensado: que un libro puede cambiar una vida. Pero ahora tenía que saber cómo se había producido ese cambio, y le pregunte qué libros recordaba haber leído. Mencionó varios, entre los cuales me llamó la atención Las aventuras de Tom Sawyer, porque forma parte de mis propias lecturas de infancia. ¿Y qué era lo que había encontrado en aquel libro de aventuras que probablemente ya no le interesa a los niños contemporáneos? Que la vida podía ser de muchas maneras, me respondió. No creo que haya mejor respuesta.
La literatura es la ventana que abre al mundo. Ninguno de los oficios que he ejercido o podido ejercer me hubiera brindado esa diversidad. Esa es una lección que yo también aprendí en la infancia cuando me hice lectora y quise vivir en las novelas. Con seguridad Mark Twain, cuando escribió las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn en el Mississippi, allá por 1870, no pudo suponer que una niña venezolana, en un barrio pobre de Caracas, ciudad de la que probablemente nunca había escuchado nada, un siglo después leyó sus libros prestados por un empleado de una biblioteca pública, y eso cambió su existencia para siempre. Ese es el milagro de los libros: que ni el autor ni el lector saben los efectos que la lectura puede desencadenar cuando se encuentran el libro y el lector. Lo único que sabemos es que los que tenemos algo que ver con este asunto debemos poner todo nuestro esfuerzo en producir ese encuentro, y dejar abierta la ventana para que quien quiera pueda asomarse. Los lectores se van formando en el camino, y van encontrando los libros que los hacen felices.

Y eso me lleva a una pregunta. ¿Cuáles libros? Aquí nos topamos con otra opinión también muy presente y muy equivocada. La de aquellos que establecen categorías morales para juzgar los libros. La de los que piensan que hay libros que sustentan posiciones políticas inadecuadas, o de temas vedados, como la autoayuda, o de literatura para niños que no transmiten valores, y así sucesivamente. Es decir, los censores de lectura. En esto propongo la democracia en la república de los libros. Libros para todos los gustos y necesidades; libros para todos los niveles de conocimiento y formación; y ojalá también, libros para todos los bolsillos. Las bibliotecas públicas siguen siendo el reservorio para tantos que no pueden disponer de dinero para la adquisición de libros. Y a esto se suma que una gran cantidad de autores cuyos derechos se han extinguido por razón del tiempo, pueden encontrarse libremente en los mundos de Internet.

Los libros no son solamente un entretenimiento para aquellos que se dedican a leer y escribir, que evidentemente son una minoría en todas partes del mundo. Los libros son para la vida, para ayudar a mejorarla, a cambiarla, a que la vida de las personas comunes pueda expandirse. Y para ese propósito todos los libros sirven.
Abrimos hoy, y he tenido el honor de llevar el pregón de esta feria, esta nueva edición de la FILUC, que persevera en el tiempo gracias al empeño de sus organizadores y expositores, pero sobre todo de los visitantes, de los cientos de miles de ciudadanos que se acercan a esta fiesta, en la que seguro hay algo para su disfrute. Solamente el hecho de visitarla, de pasear por sus estantes, de mirar los libros que se ofrecen es ya un valor agregado para la vida de todos.

viernes, 11 de octubre de 2013

ALICE ANN MUNRO, PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2013



Alice Munro was born on the 10th of July, 1931 in Wingham, which is in the Canadian
province of Ontario. Her mother was a teacher, and her father was a fox farmer. After
finishing high school, she began studying journalism and English at the University of Western Ontario, but broke off her studies when she got married in 1951. Together with her husband, she settled in Victoria, British Columbia, where the couple opened a bookstore.

Munro started writing stories in her teens, but published her first book-length work in 1968, the story collection Dance of the Happy Shades, which received considerable attention in Canada. She had begun publishing in various magazines from the beginning of the 1950's. In 1971 she published a collection of stories entitled Lives of Girls and Women, which critics have described as a Bildungsroman.

Munro is primarily known for her short stories and has published many collections over the years. Her works include Who Do You Think You Are? (1978), The Moons of Jupiter (1982), Runaway (2004), The View from Castle Rock (2006) and Too Much Happiness (2009). The collection Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage (2001) became the basis of the film Away from Her from 2006, directed by Sarah Polley. Her most recent collection is <>Dear Life (2012).

Munro is acclaimed for her finely tuned storytelling, which is characterized by clarity and psychological realism. Some critics consider her a Canadian Chekhov. Her stories are often set in small town environments, where the struggle for a socially acceptable existence often results in strained relationships and moral conflicts – problems that stem from generational differences and colliding life ambitions. Her texts often feature depictions of everyday but decisive events, epiphanies of a kind, that illuminate the surrounding story and let existential questions appear in a flash of lightning.

Alice Munro currently resides in Clinton, near her childhood home in southwestern
Ontario.


ENLACES A SUS OBRAS

resource.rockyview.ab.ca/rvlc/ssela301/related_readings/boys_and_girls.pdf

http://es.scribd.com/doc/153927116/Alice-Munro-Las-lunas-de-Jupiter-pdf#download

miércoles, 2 de octubre de 2013

EL SCRIPTORIUM MEDIEVAL: EL TALLER EN EL QUE SE PRODUCÍAN LOS CARTULARIOS

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The Medieval Scriptorium: The Workshop where Cartularies were made.
Le Scriptorium médiéval: L'atelier dans le quel les Cartulaires étaient fabriqué.

El Cartulario es un tipo documental escrito medieval que tuvo su época de apogeo, es decir, de mayor producción y difusión, entre los siglos XI y el XIII. En otras palabras, el cartulario podríamos comprenderlo también como una manifestación de la Civilización del Occidente medieval y, concretamente, de la sociedad del Románico.

Michael Clanchy, uno de los mejores conocedores de la cultura escrita del Occidente medieval, ve al documento escrito, ya sea éste un testamento, un diploma real, un cartulario o un registro como el producto de una tecnología propia del medievo europeo.

Los Cartularios como documentos escritos son, por tanto, el producto de un taller especializado en el arte de la escritura monumental que generalmente se conoce como Escritorio, en lengua española, y Scriptorium en lengua latina.

En sentido literal, el "Scriptorium" es definido como el lugar destinado a la escritura, que comúnmente se refiere al lugar, habitación o cámara que en la Europa medieval se destinaba fundamentalmente en los Monasterios para la copia de manuscritos por los monjes escribas. A partir de diferentes fuentes escritas, registros de cuentas, vestigios arquitectónicos y excavaciones arqueológicas muestran, al contrario de lo que se cree popularmente, que este tipo de habitación singularizada raramente existía: la mayoría de los manuscritos monásticos fueron hechos en huecos, hornacinas o celdas situadas en el claustro, o dentro de las propias celdas de los monjes. Las referencias que aparecen en los modernas investigaciones científicas referidas a los "Scriptoria" normalmente se refieren más a la actividad escrituraria colectiva que se hacía dentro de un monasterio, más que a una habitación o espacio singularizado.

Expondremos seguidamente una visión general sobre lo que a nivel de divulgación se indica que es un escritorio, escriptorio o Scriptorium. Para no confundirlo con una oficina documental de tipo cancilleresca o una oficina mercantil, muy habituales a partir de la Baja Edad Media, usaremos el término "Scriptorium" para referirnos a este taller especializado en la escritura de códices o documentos durante la alta y plena Edad Media fundamentalmente.

Un Scriptorium (pl. Scriptoria) es una habitación destinada a la transcripción de manuscritos.

Antes de la invención de la imprenta de tipografía móvil, un Scriptorium fue habitualmente un apéndice o anexo a la librería o biblioteca de una institución, generalmente eclesiástica. Tras la destrucción efectiva de las bibliotecas de la Antigüedad clásica, especialmente las del mundo romano, después de la promulgación de los decretos del emperador Teodosio en la década comprendida entre entre los años 390 y 400, y tras el colapso general de las instituciones públicas romanas, los "Scriptoria" fueron mantenidos, según los datos que nos han llegado, casi exclusivamente por las instituciones cristianas, desde comienzos del siglo V en adelante.

Las noticias que poseemos de los "Scriptoria" en Grecia y Roma son mucho más abundantes que acerca de los primeros escribas (lat. scriptores) y sobre los propios autores cristianos, sobre su organización y su control, y sobre sus misiones y relevancia social. La publicación de los textos en la Antigüedad clásica por lo común implicaba la copia efectiva de múltiples versiones textuales producidas en los "Scriptoria". En estos talleres, un manuscrito podía ser dictado cuidadosamente a un amplio grupo de escribas que trabajaban simultáneamente. Ésto implicaba o permitía la producción de varios duplicados al mismo tiempo, con la garantía de cierto control sobre la exactitud de la versión o transmisión textual.
En los monasterios, el "Scriptorium" era una habitación o espacio, raramente un edificio independiente, creado de forma diferenciada para los profesionales o especialistas en la copia de los manuscritos dentro de esa institución eclesiástica; un lugar donde la copia de los textos tenía garantizada el abastecimiento de los materiales e instrumentos necesarios en las rutinas del equipo o comunidad de escribas, y servía como trabajo manual conforme a lo que estipulaba la regulación de las reglas monásticas, pero permitiendo la elaboración del producto deseado. Los comentarios más tempranos sobre la Regla benedictina incluyen e insisten en la labor de transcripción como una de las ocupaciones comunes de la comunidad monástica. San Jerónimo vió en los productos del "Scriptorium" una fuente de ingregos para la comunidad monástica.

El papiro fue el soporte escriturario preferido en la Antigüedad, pero llegó a ser un producto muy caro con el tiempo y difícil de conseguir por los mercaderes, por lo que comenzó a ser sustituido por el pergamino. Durante los siglos VII y IX, muchos de los primeros pergaminos manuscritos fuero borrados y raspados para volver a usarlos como soporte escriturario, dando lugar a los "Palimpsestos". Muchos de los trabajos escritos de la Antigüedad con frecuencia se han conservado en la forma de estos palimpsestos. En el siglo XIII el papel comenzó a desplazar al pergamino. Dado que el nuevo soporte comenzó a ser más barato, el pergamino quedó reservado como soporte para los documentos más solemnes y elitistas dotados de una importancia singular.

Hasta que no se inventó la imprenta en el siglo XV, la escritura se realizaba a mano. La mayoría de los libros de las librerías monásticas debieron ser copiados, ilustrados y encuadernados en el mismo lugar en que se producían por los propios monjes o monjas, dentro de éste área singularizada en el complejo monacal o catedralicio, como era el "Scriptorium".

El contenido de las librerías consistía fundamentalmente en Biblias, en las que cada ejemplar a veces estaba constituido por hasta nueve grandes volúmenes debido a sus grandes dimensiones; Misales, Psalterios y otros libros destinados al servicio religioso y al culto. También solían encontrarse los escritos de San Gregorio Magno y otros Padres de la Iglesia, libros sobre Gramática latina y otras compilaciones destinadas a la enseñanza en las escuelas monásticas, episcopales o catedralicias. Estas últimas solían ser recopilaciones copiadas de fragmentos o textos completos de autores de la Roma clásica o Historias. Con el tiempo, las bibliotecas medievales se incrementaron con los trabajos de los juristas cristianos del medievo europeo, sobre Teología, Filosofía, Medicina y Lógica.

Normalmente un "Scriptorium" era una dependencia aneja a la librería; doquiera hubiera una biblioteca que por lo común pudiera asumir la producción del "Scriptorium", es decir, que éste trabajara para abastecer las necesidades de tal biblioteca. Situación esta ideal que no se debió dar dentro de una misma institución durante todos los siglos del Medievo. De hecho, parece que una vez que la librería de la catedral o del monasterio estaba satisfecha cesaba la actividad del escriptorio. Además, a partir del siglo XIII comenzaron a desarrollarse las tiendas especializadas en la venta de libros, dentro del contexto de secularización de la cultura que se manifestó especialmente durante esta centuria. También los escribas profesionales comenzaron a tener sus tiendas o escritorios abiertos al público de las ciudades; aunque normalmente en estos últimos, probablemente no se tratara más que de un simple escritorio o banco próximo a una ventana dentro de su propia casa.

Muchas veces el "Scriptorium" era la dependencia del monasterio que tenía más actividad. Los libros eran constantemente copiados y renovados; muchas cartas y documentos necesitaban ser escritas y archivadas; y los códices manuscritos tenían que ser transcritos e iluminados. En algunos sitios, como en el Norte de Europa, debido al clima más frío y húmedo, estos talleres eran construidos completamente con madera al norte de los claustros, protegidos por los muros de la Iglesia del viento del norte y orientados al mediodía para aprovechar la máxima exposición de la luz del diurna. Cada "Scriptorium" era una unidad independiente, separado y diferenciado de sus vecinos. En otros lugares se disponía de unas buenas instalaciones preparadas 'ex professo' para realizar este trabajo, y que corrientemente eran construidos y acondicionados sin dejar mucho rastro en las fuentes. El fuego estaba prohibido en el "Scriptorium", dado que los códices más valiosos debían ser protegidos de los peligros del fuego y de la cera hirviendo.

Los instrumentos para la escritura eran manufacturados en el propio lugar ("in situ") tan pronto como se necesitaban, incluyendo las tintas, el pergamino y la vitela (lat."vellum"); y el papel no fue usado hasta muy avanzado el período medieval, plumas y estilos de ave, pinceles, raspadores de piel y alisadores.

Preparación de los cuadernos de pergamino

El pergamino era fabricado generalmente a partir de la piel de ovejas o cabras, hasta conseguir una superficie lisa y fina especial para recibir la escritura, mientas que la vitela, obtenida ésta a partir de la piel de terneros recién nacidos, dotada de mayor delgadez y fortaleza en el soporte. El curtido, raspado y limpieza del pergamino y la vitela proporcionaba un soporte secante especialmente adecuado para recibir la tinta en los cuadernos, folios y páginas resultantes.

El color dorado a veces era conseguido mezclando huevo y agua, como otras tinturas en pequeños cuencos; y en los mejores momentos y talleres se conseguía usando láminas o raspaduras de oro. Una vez aplicado el dorado, la superficie del folio debía ser barnizada, a partir de un producto conseguido a partir de la cocción de huesos de animales.

Madrid, 27 Septiembre de 2010.
Autor: Alfonso Sánchez Mairena. Editor de http://cartulariosmedievales.blogspot.com/

martes, 1 de octubre de 2013

LENGUAJES Y ESTRUCTURAS DE LOS NUEVOS MEDIOS



HAMLET EN LA HOLOCUBIERTA, JANET MURRAY

http://es.scribd.com/doc/36062359/Hamlet-en-La-Holocubierta


EL LENGUAJE DE LOS NUEVOS MEDIOS, LEV MANOVICH

http://es.scribd.com/doc/65734446/Lev-Manovich-El-lenguaje-de-los-nuevos-medios-Capitulo-5

ENLACE A MAQROLL, EL GAVIERO, DE ÁLVARO MUTIS

http://es.scribd.com/doc/145332857/Alvaro-Mutis-Maqroll-el-Gaviero-pdf

10 REGLAS PARA ESCRITORES, POR ZADIE SMITH



Zadie Smith (1975) es una de las novelistas inglesas más notables de la última década. Es autora de las novelas White Teeth, The Autograph Man, On Beauty y Changing My Mind: Essays. El periódico The Guardian la eligió en el 2010, junto a otros autores, para escribir sus mejores consejos de escritura, un género literario en sí mismo, que remite a los tiempos de la Epístola de los Pisones de Horacio, sobre las maneras correctas del ejercicio poético.

La didáctica de la escritura deja traslucir no sólo la particular visión del mundo y la literatura a través de estas listas, sino que se inserta en una larga tradición del consejo, de la transmisión (¿iniciación?) de la enseñanza más íntima, la personal, que se vuelve colectiva mediante la lectura: la escritura funciona como la vida, al menos en sus reglas generales.

1. Mientras seas niño, asegúrate de leer un montón de libros. Pasa más tiempo haciendo esto que cualquier otra cosa.

2. Cuando seas adulto, trata de leer tu propio trabajo como lo haría un extraño, o aún mejor, como lo haría un enemigo.

3. No hagas romanticismo de tu “vocación”. Puedes escribir buenas frases o bien no puedes. No hay “estilo de vida del escritor”. Todo lo que importa es lo que dejes en la página.

4. Evita tus debilidades. Pero hazlo sin decirte a ti mismo que las cosas que no puedes hacer no son valiosas en sí mismas porque tú no puedas hacerlas. No disfraces tu inseguridad como menosprecio.

5. Deja un espacio decente de tiempo entre escribir algo y editarlo.

6. Evita las camarillas, las mafias, los grupos. La presencia de una multitud no volverá tu escritura mejor de lo que es.

7. Trabaja en una computadora desconectada de Internet.

8. Protege el tiempo y el espacio en el cual escribes. Mantén a todos lejos de él, incluso a las personas más importantes para ti.

9. No confundas los honores con el logro.

10. Di la verdad a través de cualquier forma que puedas –pero dila. Resígnate a la tristeza vitalicia que deriva de no estar satisfecho nunca.

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Fuente: Pijama Surf